El caballero sevillano ha envejecido.
Fortuna grande es ésa: sus rivales no tuvieron ocasión de envejecer.
Ahora se dedica a un oficio de ancianos: recordar.
Lo hace sentado en su sillón frailero a la hora en que el crepúsculo pinta de grana y oro las aguas del Guadalquivir.
Esta tarde ha venido a su memoria el recuerdo de aquella hermosa dama que le entregó su doncellez. Lo hizo porque esperaba que Don Juan la desposara. Él, sin embargo, no le había dado palabra de matrimonio.
Era un seductor, no un burlador, y su extremada juventud lo alejaba de ideas de casorio.
Cuando la dama supo que su amante no la conduciría al altar lo llamó canalla. A Don Juan no le dolió oírse llamar así. Ahora, cosa extraña, sí le duele. Los años quitan algunas penas de alma y ponen otras.
El caballero se pregunta si en verdad aquella vez fue un canalla.
Prefiere no saberlo. Pero al tiempo que cae la tarde, al tiempo que cae la vida, la culpa se hace mayor.
¡Hasta mañana!...