¿Recuerdas, Terry, querido perro mío, cuando nos poníamos a recordar?
No sé qué recordabas tú, y no recuerdo ya qué recordaba yo, pero los dos llevábamos encima muchos años. Teníamos por eso mucho qué recordar.
¿Has olvidado, ahora que ya no estás aquí, cuando subíamos por la vereda de los leñadores a la cumbre del alto cerro llamado el Coahuilón? Veíamos conejos, ardillas, venados, guajolotes silvestres. Una vez vimos una osa con sus dos cachorros. Ella se puso entre ellos y nosotros. Otra vez vimos un puma. Tú te pusiste entre él y yo.
No nos olvidemos de recordar, Terry. Con el tiempo los recuerdos se van y los olvidos llegan. Recuérdame como era yo, feliz, al lado de la amada eterna, y yo te recordaré como te pusiste tú, feliz, cuando te llevamos a la casa de tu primera novia.
Todo ha pasado, perro mío. Todo es pasado ya. Pero en la casa donde el recuerdo vive todo está vivo aún. No hay muerte ahí, que es una forma del olvido. Y no hay olvido, que es una forma de la muerte. Recordemos entonces, Terry. Recordemos. Volvamos a vivir.