En la pared de mi recámara cuelga un pequeño óleo de Emilio Abugarade, gran pintor y gran amigo. Representa una choza campesina tras de la cual se mira la Sierra de la Viga, elevada montaña coahuilense a cuya cumbre -la más alta del norte del país, entiendo- llegué en los tiempos de la juventud.
Fue ése el primer cuadro que la amada eterna y yo pusimos en nuestra casa. Está fechado el año en que la conocí y en que nos prometimos vivir la vida juntos: 1962.
Una exposición -póstuma- de Emilio nos ha entregado no sólo la belleza de su arte, sino el don valioso de su ejemplo. Tiempo antes de morir sufrió un accidente cerebral que le dejó paralizado el brazo derecho. Con el izquierdo -malgré tout, a pesar de todo- pintó en lo que le quedó de vida una serie de preciosos cuadros que dejan ver no sólo su talento de artista, sino también su calidad de hombre bueno, de ser humano excepcional.
Agradezco a la familia de mi amigo haberme concedido el honor de presentar su obra final. En verdad no tiene final lo que Emilio hizo. Su vida fue de entrega a una vocación. Para cumplirla venció todas las adversidades. En su esposa, sus hijos y sus nietos seguirá viviendo, y vivirá también por siempre en estos cuadros que pintó con la mano izquierda, pero más con el corazón.
