Lo hago porque lo hacía la amada eterna; porque lo hacía su madre, segunda madre para mí, y porque lo hacía también mi abuela Liberata, terciaria franciscana.
Este día, primero del mes, encenderé en mi casa una pequeña vela cuya trémula luz me recordará que debo agradecer los inadvertidos milagros de la casa, el vestido y el sustento.
¡Cuántos prodigios hay en nuestra vida que a fuerza de verlos no miramos! El aire en nuestros pulmones, la luz en nuestros ojos, los latidos de nuestro corazón, los pasos que podemos dar son maravillas que no apreciamos, y que menos aun agradecemos.
De niño y joven yo temía que llegara el tiempo en que tendría que valerme por mí mismo, así de desvalido me sentía. Tan inútil y torpe era que de seguro, pensaba, iba a morirme de hambre. Y he aquí que sin saber por qué ni cómo me llegaron los dones del techo, la vestimenta, el pan. Habrá quien me diga que eso fue fruto de mi trabajo, pero también el trabajo es una bendición que se debe agradecer.
Por eso arderá hoy en mi casa esa candela pequeñita. Su vacilante luz me ayudará a decir sin decir nada: "¡Gracias!".