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Mi madre, yo misma

No hubo cuentos para dormir ni arrumacos, mamá era muy joven y sus intereses estaban en otra parte.

Mi madre, yo misma

Mi madre, yo misma

ADELA CELORIO

Mamá fue la cuarta de las seis hijas que tuvo mi abuela, siempre en busca del varoncito. Cuentan que fue una joven tan linda como se puede ser a los 16 años. No muy buena estudiante, pero figura central en los festivales de su escuela e imprescindible en las reuniones juveniles de la pequeña ciudad que era la Córdoba de entonces. Alegre, graciosa, cascabelito de plata, cantadora y bailadora, todo iba bien para ella hasta que, un buen día, aunque no tengo memoria de cómo lo hice, de algún modo le anuncié que muy pronto sería mi mamá. La historia sin fin de Romeo que seduce a Julieta, y ahí aparezco yo. 

Superados los serios contratiempos que provocó la deshonra, se reparó el honor de la familia con una boda rápida que convirtió al joven Romeo, de dieciocho añitos, en mi padre. Fui una niña muy querida por mis abuelos, con quienes quedé en resguardo mientras mis padres, con apenas una semana de nacida, me dejaron para irse lejos a buscar fortuna. Sin leche materna ni fórmulas especiales, mi abuela (madre sustituta) me contó, años después, que se las vio negras para conseguir la leche de burra, única que aceptaba mi pancita. 

Pasados dos años, una mañana me despertó una joven mujer: “Soy tu mami”, me dijo. Me llenó de besos, puso en mis manos una hermosa muñeca y, sosteniéndome entre sus brazos, me presentó a mi papá. ¡Oh, Dios, qué pesadilla! Dos desconocidos que, ese mismo día, sumiendo a mis abuelos en una profunda tristeza, me trasplantaron lejos, donde ellos comenzaban a construir su vida de casados. 

No hubo cuentos para dormir ni arrumacos, mamá era muy joven y sus intereses estaban en otra parte. Preparaba fiestas en las que, a la manera de Sarita Montiel, cantaba couplés. Le gustaba cocinar, aunque nunca entendió la necesidad de hacerlo todos los días. Enamorada, pasaba su tiempo entre celar a mi padre y llorar sus infidelidades. 

Yo, al ojo atento de una fiel empleada doméstica llamada Sanjuana, tuve una infancia libre y feliz. Sólo siete años más tarde, con el nacimiento de mi segunda hermana, mamá se tomó en serio la maternidad. 

La pequeña era enfermiza y requería su constante atención. Para mí, colegio de monjas, una carrera corta y una boda a los veinte años. A los treinta, era madre de cuatro chiquillos. Nada que pensar. Nada que decidir. El destino de las niñas incluía la maternidad. No hubo corona de lágrimas ni sacrificios. Hubo, eso sí, la urgencia de inventarme como madre en un mundo en el que las reglas habían cambiado. 

En sus millones de libros vendidos, el doctor Spook (pediatra estadounidense) nos convenció de que la disciplina constante y estricta era traumatizante. Que los niños debían ser educados con delicadeza, amor y comprensión. Hubo cuentos para dormir, arrumacos y atención, aunque intenté también una elemental disciplina, tema complicado en un mundo que ya otorgaba a los hijos libertades que fueron impensables para los padres. 

Impaciente y gritona, no fui una madre adorable. Mis hijos me acusan de que siempre llegué tarde por ellos a la escuela, no les puse bloqueador solar y los obligué a comer espinacas. 

Como puede ver, pacientísimo lector, lectora, ni mamá ni yo fuimos buenas madres. Digamos que en la escala del uno al diez, apenas y calificamos con un seis. Es por eso que no me siento merecedora de las altas dosis de cariño y reconocimiento que impone el Día de las Madres. Estoy convencida de que nadie en mi prole brindará "por mi madre, bohemios". Ni modo, hice lo que pude.

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Escrito en: Adela Celorio maternidad

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