
Más que un monólogo
Leo y me conmuevo. Es una carta que le escribe a mi hijo una de sus mejores amigas. No es la primera vez ni es la única que lo ha hecho. A lo largo de los ocho años que lleva Alex de haber muerto, distintas amistades le escriben. Recientemente me enteré de que es algo que hacemos desde siempre: mandar mensajes al más allá.
Escribir a los difuntos es algo que ya hacían en el antiguo Egipto. En papiros que depositaban en cuencos de arcilla, escribían mensajes a los seres amados que habían muerto, en los que contaban noticias de la familia o algo que consideraran importante.
Esos testimonios se han encontrado en las excavaciones arqueológicas y dejan claro que se piensa en la persona fallecida como si se hubiera cambiado de ciudad.
Así se siente. A veces pienso, siento, que Alex está en otro país, uno muy, muy lejano. Pero no tanto como para no saber que un día nos reencontraremos.
De ese mismo sentir están impregnados los mensajes que le escriben sus amigas y amigos a mi hijo. Los publican en Face o en Instagram, que hoy cumplen la función de los papiros de antes y de las hojas metidas en sobres.
A veces le cuentan que ganó o perdió el que fuera su equipo favorito. O que el futbolista X ya cambió de equipo e imaginan la discusión que tendrían al respecto. A veces sólo le desean feliz cumpleaños y le hacen saber que comieron o bebieron algo en su honor.
En esta ocasión, su amiga le escribió una carta en toda forma. Le cuenta de su más reciente viaje, le dice que recuerda lugares que alguna vez recorrieron juntos, que lo extraña hoy, pero que en realidad lo extraña siempre; le recuerda algunas anécdotas y, finalmente, le comenta que tiene algo muy interesante que contarle y que espera que no se le olvide cuando vuelvan a verse en el Multiverso.
En la carta se perciben el cariño y la nostalgia, pero sobre todo la certeza de que Alex recibirá esa carta y leerá con alegría su contenido. Y eso es lo que en verdad me conmueve.
Yo a menudo hablo con mi hijo exactamente con esa misma sensación. Es, de hecho, más que una sensación; es casi la certeza de que mantenemos una conversación, así no pronuncie una sola palabra en voz alta.
Hablamos de cocina, en especial cuando coloco la sal y parece que me dice que no vaya a salar el guiso, o sugiere alguna especia. Hablamos de las novedades en casa o, por ejemplo, ayer le conté que vi en un festival de ballet a tres de sus queridos amigos ya con hijas, y que me imaginé que él andaría en esa etapa.
No soy la única. Sé de muchas personas que escriben o hablan (en voz alta o en silencio) con personas amadas que ya fallecieron.
E infiero que hay un número indeterminado de científicos explicando que a eso se le conoce como… (llénese el espacio con algún nombre impronunciable); que forma parte del duelo y que nuestro cerebro encuentra formas extrañas de procesar la pérdida.
Y usted puede imaginar mi cara con sonrisa de Mona Lisa.
Al final no importa; porque como escribe Irene Vallejo en su libro El futuro recordado (donde encontré lo que aquí escribí de los papiros): “Quienes aún hablan hoy con sus muertos saben que hacerlo es algo menos que una conversación, pero mucho más que un monólogo”.