El pasado domingo 1 de junio se llevó a cabo en todo el país el proceso electoral para elegir distintas clases de juzgadores: ministros, magistrados y jueces. En mi caso, voté exclusivamente por ministros y ministras de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, anulando las demás boletas con mensajes que expresaban mi opinión sobre este proceso.
En la casilla me entregaron nueve boletas, las cuales contenían 294 nombres para seleccionar 56 cargos de juzgadores federales y de la Ciudad de México. No conocía a la mayoría de los candidatos, salvo las tres ministras que participaron para mantenerse en la Suprema Corte, pero solo a través de su exposición mediática.
Le pregunto: ¿es posible analizar 294 perfiles para intentar conocer someramente a los candidatos y emitir un voto razonado? Siendo realistas, no lo es, más que en el discurso oficial. Esta magnitud de análisis no está en la capacidad del ciudadano promedio y no tendría por qué tenerla, ya que incluir tal cantidad de cargos en una sola elección me parece un despropósito, es antidemocrático. La democracia no solo es votar sino hacerlo de manera informada y este proceso por la gran cantidad de candidatos imposibilitó esa condición esencial.
Ante esta realidad irrefutable y para ordenar este caos, surgieron los acordeones, sistemáticamente distribuidos como instrumentos para manipular el voto hacia determinados candidatos, convirtiendo este proceso en una elección de Estado, la que previamente pasó por una cuidadosa selección de perfiles. Todos los elegidos para la Suprema Corte fueron palomeados por el Comité de Evaluación del Poder Ejecutivo, presidido por el exministro Arturo Zaldívar. Curiosamente, las nueve personas con mayor votación en la elección de ministros y ministras de la Suprema Corte estaban incluidas en un acordeón.
Algunos celebran este proceso como un éxito, mientras otros, lo vemos como la consumación de la desaparición de la división de poderes y un retroceso en la búsqueda de una justicia objetiva, imparcial, honesta y apegada a derecho. No defiendo al poder judicial actual, ni los privilegios que algunos gozaron, ni la corrupción existente. Se requería una reforma judicial, pero no de esta manera. Esta elección no acabará con la corrupción en el poder judicial, pero solo el tiempo lo demostrará.
De acuerdo con el INE, sobre un padrón de 99.6 millones de personas, acudieron a votar 12.9 millones. De estos últimos, 1.4 millones anularon su voto, lo que puede interpretarse como una forma de insatisfacción, protesta o resistencia contra la reforma judicial y su proceso electoral, de ahí que únicamente 11.5 millones de ciudadanos plasmaron sus votos, el 11.6% del padrón.
Otro dato interesante es que el total de votos válidos, sumados a los recuadros que algunos votantes dejaron en blanco -de entre las nueve opciones que contenía la boleta-, fue de 104.0 millones, de éstos, 41.1 millones de votos fueron para los nueve próximos ministros y ministras, que equivalen en promedio al voto de 4.5 millones de personas. Los otros 62.9 millones de votos fueron a otros candidatos o recuadros que se dejaron en blanco, que equivalen en promedio al voto de 7.0 millones de personas.
Mi decisión de votar exclusivamente por la designación de ministras y ministros de la Suprema Corte se debió a que, tras una investigación de perfiles realizada por el Observatorio del Sistema Nacional Anticorrupción, identificamos a nueve personas con amplia experiencia judicial, apartidistas, independientes y con prestigio público. Consideramos que merecían ser votados a pesar de saber que no tenían posibilidades de ganar, los acordeones no los contemplaban.