
Foto: Unsplash/ Celso de Menezes
¿Se puede amar a un equipo de futbol tanto o más que a una persona? ¿Es exagerado decir que la derrota de tu club te duele más que una ruptura amorosa? Quienes se han entregado en cuerpo y alma a un equipo sabrán que no hay hipérbole alguna en estas preguntas. Existe algo en este deporte que activa nuestras pasiones más viscerales y nuestros afectos más profundos. De ahí que hablar del “amor a la camiseta” no sea una simple frase hecha, sino una forma legítima de amor; uno que, como todos, se construye, se expresa y se sostiene en el tiempo.
Desde la infancia aprendemos a amar. Primero a la familia, después a personas específicas (como amistades o parejas) y también a símbolos abstractos que nos representan. La pasión por un equipo de futbol forma parte de esa educación afectiva. No se trata sólo de preferir a uno sobre otro, sino de entregarse emocionalmente, de construir identidad en torno a él, de encontrar pertenencia entre los demás aficionados y de establecer un vínculo que se mantiene (en muchos casos) de por vida.
UN AMOR QUE SE HEREDA
En una investigación de corte cualitativo (publicada por la Universidad Nacional de la Plata) donde entrevisté a miembros de la afición al futbol en el norte de México, se reveló que la mayoría de las personas no eligieron racionalmente al equipo al que apoyaban. No fue una evaluación de estilo de juego, valores institucionales o campeonatos ganados. Fue una herencia. Como el apellido o el primer idioma. Muchos la recibieron de su padre, de sus hermanos o de su entorno inmediato. Otros, los menos, iniciaron su vínculo por admiración hacia algún jugador. Pero en todos los casos, la decisión fue más emocional que racional.
También hubo quienes formaron una conexión por contra-herencia; es decir, si su papá le iba a las Chivas, él o ella le iba al América como una forma de distanciarse de su historia familiar, de lo que le tocó vivir.
IDENTIDAD, PERTENENCIA Y DESFOGUE EMOCIONAL
El equipo de futbol se convierte de manera irremediable en un grupo de pertenencia; en una identidad. Tal como lo señala el sociólogo Gilberto Giménez, la identidad se construye en relación con los colectivos a los que sentimos que pertenecemos. Para algunos, el club representa a su ciudad, su clase social o su historia familiar. También —especialmente para los hombres— puede ser un canal para liberar emociones, un espacio de desfogue donde está permitido gritar, llorar, abrazar o enojarse sin que nadie cuestione la vulnerabilidad propia.
Uno de los aficionados entrevistados dijo que, entre semana, su vida puede estar llena de estrés, pero que durante los partidos de su equipo encuentra una especie de pausa emocional. “Son dos horas donde todo lo demás se detiene. Me entrego al juego y nada más importa”.
LAS DIMENSIONES DEL AMOR FUTBOLERO
Luego de analizar las entrevistas y una vez que comenzamos a caracterizar el “amor a la camiseta”, vimos que emergen similitudes notables con otros tipos de afecto más estudiados en las ciencias sociales.
Con el amor romántico comparte la exclusividad (“le voy a uno solo”) y la idea de que es “para siempre”. Se vive de forma apasionada, con una intensidad que puede llevar al éxtasis o al sufrimiento más hondo. Por otra parte, como el amor materno, es incondicional: “aunque me decepcionen, los sigo amando”, “aunque pierdan, yo estoy con ellos”.
Estas frases, escuchadas una y otra vez con diferentes palabras pero con el mismo sentido, revelan la complejidad de este vínculo. No es sólo entretenimiento ni hábito. Es una relación de largo aliento, en la que el equipo se convierte casi en una extensión del ser. Se sufre con sus derrotas, se celebra con sus goles, se le defiende frente a cualquier crítica.
LA FIDELIDAD COMO DOGMA
Si hay una línea que ningún aficionado traspasa es la del cambio del club al que se le brinda ese fervor y apoyo incondicional. En la mayoría de los casos, la sola pregunta genera molestia. “¿Cambiar de equipo? Jamás. Ni aunque me case con el dueño del rival”.
Aquí el amor a la camiseta se vuelve más firme que muchas relaciones humanas. Y es que, como dice aquella frase que el escritor argentino Eduardo Sacheri inmortalizó a través del personaje Pablo Sandoval (Guillermo Francella) en la película El secreto de sus ojos (2009, dirigida por Juan José Campanella): “el tipo puede cambiar de todo: de cara, de casa, de familia, de novia, de religión, de Dios… pero hay una cosa que no puede cambiar, Benjamín. No puede cambiar de pasión”. Y es que el equipo, para muchas personas, es justo eso: su pasión.
En este sentido, el amor a la camiseta se parece mucho al amor romántico. De hecho, podríamos decir que es la máxima expresión de este. Si partimos de la idea de que para el amor romántico lo más importante es la unión incondicional, monógama y eterna, no hay manera de encontrar un amor más incondicional, monógamo y eterno que aquel que se profesa a un club de futbol.
LO QUE SE REVELA
Esta pasión es un fenómeno social que merece ser tomado en serio. No sólo porque mueve millones de personas y miles de millones de pesos, sino porque tal como decía el escritor Juan Villoro: “el futbol es un espejo distorsionado y exagerado de la realidad social; ¿quieres conocer a un pueblo? Ve a sus estadios”.
En una época donde las relaciones humanas, según el sociólogo Zygmunt Bauman, se vuelven cada vez más líquidas, el amor a la camiseta resiste como un vínculo sólido, fiel y profundamente simbólico.
En los estadios se juega más que un partido de futbol. Se juega la resistencia: una forma de amar y de pertenecer que poco se ve en la actualidad. Porque si algo caracteriza al amor a la camiseta es que no necesita explicación lógica, que su lealtad no se negocia: es sólo con una y para siempre, sin importar lo que pase. Y que, en un mundo cada vez más cambiante, resiste esta pasión que —aunque pierdan, pierdan y pierdan— sigue siendo eterna.