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Libros prohibidos: el peligro de silenciar ideas

RUTH CASTRO

Es fácil entender que defender el derecho a leer es defender el derecho a pensar. Ingenuamente, creeríamos que la prohibición de libros ya no se repetiría en nuestras democracias modernas, pero los últimos años estos objetos culturales están siendo nuevamente blanco de censura. En Estados Unidos, bajo la administración de Donald Trump, se desató una ola sistemática de prohibiciones en escuelas públicas y bibliotecas militares. Lo que se presentó como una revisión de contenidos “divisivos” pronto se tradujo en la eliminación masiva de obras que abordan el racismo estructural, la diversidad sexual o la memoria histórica. 

Según PEN America, más de 10 mil títulos fueron retirados o cuestionados. Entre ellos, Memorializing the Holocaust de Janet Jacobs, How to Be Antiracist de Ibram X. Kendi, I Know Why the Caged Bird Sings de Maya Angelou, The Handmaid’s Tale de Margaret Atwood, y hasta un libro infantil escrito por Julianne Moore: Freckleface Strawberry. Las organizaciones de derechos civiles calificaron estas acciones como una forma directa de censura ideológica.

Mientras tanto, en Argentina, el gobierno de Javier Milei emprendió su propia cruzada contra la literatura que considera disidente. Obras de autoras feministas, queer o con temáticas de denuncia social fueron atacadas desde el discurso oficial y posteriormente retiradas de bibliotecas escolares. Entre los títulos perseguidos se encuentran Cometierra, de Dolores Reyes, novela que narra los feminicidios desde la perspectiva de una adolescente con dones sobrenaturales; Las aventuras de la China Iron, de Gabriela Cabezón Cámara, que reescribe el Martín Fierro desde una voz femenina y disidente; Las primas, de Aurora Venturini; y Si no fueras tan niña, de Sol Fantín. Las autoridades alegaron que estas obras eran “pornográficas” o “inapropiadas”, aunque ninguna de ellas formaba parte de una lectura obligatoria. La censura provocó una reacción contraria al efecto buscado: los libros se viralizaron, subieron sus ventas y se convirtieron en símbolos de resistencia. Sin embargo, también generó campañas de odio y acoso hacia las autoras.

Estos episodios recientes no son aislados ni nuevos. A lo largo de la historia, el libro ha representado un objeto de poder simbólico, a menudo percibido como amenaza por los regímenes autoritarios. En la Edad Media, la Iglesia Católica mantuvo durante siglos el Index librorum prohibitorum, una lista de obras vetadas por heréticas, científicas o simplemente por apartarse del dogma. Galileo Galilei, Erasmo de Rotterdam y hasta novelas de ficción como las de Rabelais o Bocaccio figuraban en esos listados.

En el siglo XX, la Alemania nazi organizó espectaculares quemas públicas de libros en plazas y universidades: Freud, Marx, Einstein, Mann, Kafka fueron incinerados para purgar el “espíritu alemán”. En la Guerra Civil española, ambos bandos censuraron y destruyeron bibliotecas enteras. En la dictadura argentina de Jorge Rafael Videla, se quemaron libros de Pablo Neruda, Gabriel García Márquez, Sigmund Freud y muchos más, y se persiguió a editoriales y docentes en una estrategia sistemática de control cultural. En todos estos casos, el fuego quiso borrar ideas, identidades y memorias.

Coartar la circulación de libros no protege a la sociedad, la debilita. Quitar textos de las bibliotecas, vetar lecturas escolares o intimidar a editoras y autoras son actos que socavan la libertad de expresión, la diversidad del pensamiento y la posibilidad de una ciudadanía crítica. En tiempos en que el discurso se polariza, los libros permiten matices; donde hay ruido, ofrecen escucha; donde hay consignas, ofrecen complejidad.

Prohibir un libro no lo silencia. A menudo lo vuelve más fuerte. Pero una sociedad que normaliza la censura, que acepta que hay temas que “no deben tocarse” o que algunas voces “no deben ser leídas”, abre la puerta a un autoritarismo disfrazado de orden. Y la historia ya nos ha mostrado a dónde lleva la opresión, la censura y la prohibición.

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