Hace unos veinticinco años escribí un texto sobre la esquiva amenaza de las noches, el mosco que se anuncia con su insoportable ruido. Recordé entonces a Paul Müller, inventor del DDT, quien en 1948 recibió el Premio Nobel y contribuyó a desatar la pasión fumigadora que dominó la segunda mitad del siglo XX. Una peculiar idea de la salud hizo que las amas de casa rociaran veneno en todos los rincones sin quitarse el cigarro de la boca. Cuando el novelista cubano Eliseo Alberto le preguntó a su abuela cuál había sido el acontecimiento fundamental de su larga vida, ella respondió sin vacilar: "Los insecticidas". Nada superaba al placer de acabar con bichos en el trópico.
El aire fue rociado con toxinas y los moscos perdieron terreno, pero no dejaron de transmitir enfermedades tan graves como el dengue, la malaria y el virus chikungunya, que en la eufónica lengua de Tanzania significa "doblarse de dolor".
El odio a los insectos voladores se debe en lo fundamental a razones acústicas. Desoyeron el consejo de Darwin para sobrevivir siendo más aptos. Les iría mejor si su atroz zumbido no nos obligara a recorrer la habitación con una pantufla en la mano.
Curiosamente, el chirrido que surge de un ansioso frotar de alas no es una señal de ataque sino una invitación al cortejo. La vida breve de los moscos es una dilatada calentura.
Ese adverso rumor me ha llevado a mi más rara adicción. Lo entendí gracias a dos exterminadores de plagas. El primero de ellos promocionaba su oficio con sus bigotes puntiagudos: combatía ratones. Antes de entrar en acción, quiso conocer las costumbres de la familia; por cada cosa que yo decía, él encontraba una razón para atraer a los roedores: nuestros descuidos eran inversamente proporcionales a la astucia de los invasores. Después de años de estudiar a sus resistentes enemigos, el fumigador había acabado por admirarlos. Me pareció que ennoblecía su profesión exaltando las dificultades para ejercerla. Se negaba a ser un simple verdugo y se sentía como el ajedrecista que desafía al campeón ruso. Sin embargo, los bigotes delataban algo que sólo entendí años después, gracias a otro fumigador.
Mi casa fue tomada por termitas que devoran el papel y la madera. El inspector que llegó a ver el problema era un hombre circunspecto, encorvado, con ojeras de lector insomne. Habló de los hábitos de los insectos sociales con la reverencia de quien los sabe indestructibles. Lejos, en algún jardín vecino, estaba el mando superior que mandaba al combate a sus disciplinadas huestes. Cada animalito tenía una función solitaria; debía cavar en profundidad, sin ayuda alguna, consciente de que al cabo de mucho esfuerzo esa entrega sin testigos permitiría que los suyos disfrutaran del sabroso aserrín. Me sentí un canalla por querer acabar con esos héroes.
También este fumigador se había mimetizado con sus adversarios y los combatía con la integridad que sólo puede tener quien lucha contra sí mismo. Me pareció, como su colega que perseguía ratones, un ser extravagante, inmerso en un suave delirio que le permitía hacer bien su trabajo. Sólo ahora entiendo lo que en verdad representaba para mí: un ejemplo.
En 2020, el coronavirus provocó que perdiera la audición del oído izquierdo. Esto aumentó mi agudeza visual, pero sólo para descubrir moscos y lanzarme sobre ellos. El fenómeno no requería un oftalmólogo, sino un psicólogo. Cada mosco en la pared se convirtió en la posibilidad de un ruido.
La clave del asunto me la dieron los fumigadores que luchaban contra el reflejo de sí mismos. Precisé mi pregunta: ¿qué tengo yo de mosco? Reparé entonces en mi hábito más acentuado: no puedo escribir sin frotar mi llavero. Ocupar las manos libera mi mente. Hago un ruido metálico que puede ser tan molesto para los demás como el zumbido de un mosco. En una universidad en la que trabajé me decían "Campanitas".
Descubrir mi semejanza con los mosquitos no me llevó a exonerarlos. Entender la dimensión de mi presa aumentó el deseo de combatirla. ¿Significa eso que al matar moscos me corrijo? Nada más falso.
Soy rehén de un objeto mágico: si no froto las llaves no puedo escribir. Eliminar esta dependencia significaría algo peor que un bloqueo literario: darme de baja como persona.
Para no suprimir mi zumbido, suprimo el de los mosquitos, mis semejantes, mis imprescindibles enemigos.