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Imaginemos un cuerpo que desea… y se siente culpable por ello. Que ama, pero no puede entregarse sin sentir que traiciona un mandamiento. Que goza, pero en el fondo cree que el placer es un problema. Ahora imaginemos cuántos cuerpos viven así.
La facción más radical de la Iglesia católica ha construido, a lo largo de los siglos, un modelo de amor idealizado donde los impulsos carnales son vistos con sospecha. El amor verdadero —según este relato— no pasa por los sentidos, sino por el alma. Se le vincula con la pureza, con el sacrificio y la renuncia. Si hay deseo, debe reprimirse, a lo mucho sublimarse; nunca dejarse sentir con libertad.
EL CUERPO COMO AMENAZA
Desde San Agustín (354-430 d.C.) hasta nuestros días, el cuerpo ha sido señalado como origen del pecado. El mito fundacional de la tentación y caída del hombre —cuando Eva prueba el fruto prohibido y provoca su expulsión del Paraíso junto con Adán— es una forma de disciplinar el deseo a partir de un relato simbólico, porque este nos aleja de Dios. La carne es débil; el placer, riesgoso.
Pero incluso antes del cristianismo ya existía la tensión entre el deseo y lo divino. En El banquete de Platón, uno de los discursos más famosos —el de Diotima, narrado por Sócrates— propone que el amor verdadero no debe detenerse en los cuerpos, sino ascender desde lo sensible hacia lo intangible. Amar un cuerpo es el primer paso, pero el objetivo final es amar la belleza misma, en su forma más pura. Esta idea, heredada por el pensamiento cristiano, colocaba lo carnal como un peldaño inicial, pero también como algo a superar. Así, la pasión física quedó relegada a una expresión menor de afecto.
LA CASTIDAD Y LA VIRTUD DE NO SENTIR
A lo largo de la historia del catolicismo, aquellos que renuncian al impulso sexual han sido considerados más cercanos a Dios. De ahí el celibato, ese juramento de no tener relaciones sexuales —ni siquiera amorosas— para alcanzar con mayor facilidad el “reino de los cielos”. Una decisión que, aunque respetable en términos individuales, se volvió mandato estructural dentro de la Iglesia, especialmente para quienes ejercen ministerios religiosos.
Lo mismo la castidad, que se impuso como norma a jóvenes, mujeres y personas no casadas, con una carga moral y simbólica desproporcionada. El deseo se convirtió en prueba: no controlarlo es una falla y expresarlo significa caer en el pecado. El cuerpo dejó de ser templo y pasó a ser campo de batalla; una constante lucha por no ceder al placer.
Pero cabe preguntarse: ¿realmente se ha vivido el celibato como se predica? La historia de la Iglesia católica está llena de silencios incómodos, de omisiones institucionales ante la evidencia de que muchos de sus integrantes no han cumplido esa promesa. Desde relaciones ocultas hasta redes de abuso, la negación oficial del apetito sexual no ha impedido que este se manifieste, aunque sea en lo prohibido, lo escondido o lo negado.
En este sentido, el problema no es el deseo en sí, sino la hipocresía estructural de no reconocerlo, de no hablarlo y de esconderlo tras los ropajes de la virtud.
ÉXTASIS MÍSTICO
Paradójicamente, dentro del catolicismo también hay relatos donde el deseo –aunque negado en lo carnal– se expresa en formas casi eróticas, pero dirigidas a Dios.
La experiencia mística tiene algo de orgasmo contenido: no se nombra como tal, pero es similar. El deseo no desaparece; se eleva, se transforma. Es aceptable, incluso celebrable, si se dirige al cielo, pero sigue estando fuera del cuerpo físico, fuera del otro.
Algo así ocurre en “El cantar de los cantares”, texto incluido en La Biblia, cuya carga erótica es tan evidente que ha provocado siglos de interpretaciones alegóricas. Se habla de besos, de aromas, de piernas como columnas y vientres como copas de vino. La única forma de mantenerlo en las sagradas escrituras fue interpretarlo como una metáfora del amor entre Dios y su pueblo. El deseo entre amantes fue absorbido por lo divino. La carne, otra vez, desplazada por el símbolo.
LA HERENCIA: CULPA, SILENCIO, DISOCIACIÓN
¿Y qué nos queda hoy de todo esto? A pesar de la supuesta libertad sexual del presente, muchas personas aún sienten culpa por sus apetitos carnales. Siguen pensando que el placer es egoísta, que se tolera, pero no se celebra; que hay que ganarse el amor a través del sacrificio, que amar mucho está bien, pero desear mucho no tanto.
Se ha legado un modelo de generaciones que se vinculan desde la represión, no desde el goce. Que creen que amar es sufrir y que el deseo descompone al amor. Eso, más que una virtud, podemos interpretarlo como una herida cultural.
Tal vez sea momento de reconciliar el cuerpo con el alma y el deseo con la fe. No para abolir la espiritualidad, sino para ensancharla. ¿Y si el placer también puede ser una forma de conexión profunda con lo sagrado? ¿Y si desear —con responsabilidad, con ternura, con honestidad— también es una forma de agradecer por estar vivos?
Georges Bataille señala que el deseo y la muerte están íntimamente ligados. Que el erotismo es, en el fondo, una transgresión al orden cotidiano de la vida. Y en esa transgresión el ser humano se experimenta como algo más que un ser discontinuo. Es decir, el placer sexual no sólo nos da gozo, nos desborda: nos une con el otro y nos hace rozar el abismo. Ahí, donde se pierde la forma, aparece lo sagrado.
Si lo pensamos así, el deseo no está en contra de lo divino: es una de sus puertas de entrada. No el deseo que cosifica, sino el que reconoce al otro como alguien digno de dicha y entrega. No el que busca dominar, sino el que se abre a la vulnerabilidad de tocar y ser tocado.
Quizá la verdadera espiritualidad no consista en negar el deseo, sino en experimentarlo con tal profundidad que nos revele el misterio de estar vivos. Quizá el cuerpo no sea un obstáculo para el alma, sino su mejor traducción, y el placer — entendido en su más amplio aspecto, no sólo el sexual-genital—, su mejor forma de reconocer la vida y, por lo tanto, a Dios.