La independencia judicial enfrenta una crisis sin precedentes en las Américas. Los ejemplos abundan.
El público enfrentamiento entre el Poder Ejecutivo y el Poder Judicial en Estados Unidos, en marzo recién pasado, es un ejemplo. Pese a la orden que un juez federal emitió para suspender deportaciones ordenadas por el gobierno, éste persistió en la implementación de la medida y los vuelos de deportación continuaron. Esta desobediencia deliberada a la autoridad judicial provocó un proceso por desacato; el presidente Trump reaccionó calificando al juez Boasberg de "lunático radical de izquierda" y pidió su destitución; el presidente de la Corte Suprema defendió la independencia judicial y recordó que la vía para impugnar fallos es la apelación, no la destitución política.
En El Salvador, el presidente Nayib Bukele ha desmontado sistemáticamente los pilares básicos de la independencia judicial. Comenzó con la destitución de los cinco jueces de la Sala Constitucional, en mayo de 2021, seguida por la cesación automática de todos los jueces mayores de 60 años, afectando a un tercio del sistema judicial. Estas medidas, bajo el pretexto de combatir la corrupción, han permitido al gobierno el control del Poder Judicial.
Daniel Ortega y Rosario Murillo, en Nicaragua, han dado una estocada final a los restos de independencia judicial en Nicaragua. En mayo de 2025, se implementó una circular que subordina a los jueces a la Policía Nacional -de dependencia presidencial- en la ejecución de embargos, confiscaciones y otras diligencias, eliminando no sólo la independencia, sino la autoridad función jurisdiccional. Paralelamente, la nueva Ley de Carrera Judicial anula los concursos de méritos y elimina el requisito de ser abogado para ejercer como juez.
Por su parte, en Guatemala, tras la elección del presidente Arévalo, fueron de público conocimiento las maniobras del Ministerio Público para anular los resultados, pese a que misiones internacionales de observación electoral confirmaron la legitimidad del proceso. Además, la CIDH observó in situ el 2024 cómo la criminalización de jueces y fiscales e interferencia política en el sistema judicial ha afectado gravemente la institucionalidad democrática del país. Más de 100 personas, entre jueces, fiscales, activistas y periodistas, han sido criminalizados y perseguidos por el Ministerio Público y los tribunales de justicia como la manifestación de una táctica común para intimidar y silenciar a quienes investigan casos de corrupción y violaciones de derechos humanos.
Incluso en Chile, que suele reconocerse por su solidez institucional, han emergido tensiones preocupantes. El llamado "Caso Audios", que mostró la existencia de redes de influencia en el poder judicial, ha puesto en el debate nacional los desafíos, especialmente en lo que respecta a la influencia política en el nombramiento de jueces de alto nivel y las presiones externas que enfrentan los operadores de justicia.
Las amenazas a la independencia judicial son un problema urgente, pues son amenazas al sistema democrático en sus bases mismas. No es casual que el politólogo Adam Przeworski haya señalado que el ataque a la independencia judicial es uno de los primeros signos de erosión democrática. Es que el control del Poder Judicial es el camino lógico para concentrar el poder en los gobiernos y en los grupos de poder fáctico, traicionando con ello la base del compromiso democrático. Como advierte la CIDH, proteger la independencia judicial es proteger la democracia misma.
En suma, los ejemplos abundan, y la amenaza es grave. Por ello la independencia judicial debe formar parte fundamental de las agendas políticas nacionales, pero también de las políticas exteriores en las Américas, tanto en el ámbito bilateral como -y sobre todo- en el multilateral. El futuro de la democracia y del Estado de derecho depende de nuestra capacidad colectiva para hacerlo.