Mientras la comunidad internacional vuelve a fijar la mirada en Irán y sus avances nucleares, Estados Unidos y el Reino Unido mantienen un frente de guerra abierto y silenciado en Yemen. La llamada Operación Rough Rider, que se desplegó entre marzo y mayo, fue solo el inicio. Hoy, en pleno julio, los bombardeos continúan de forma intermitente, los hutíes siguen activos y el tráfico marítimo en el Mar Rojo se mantiene amenazado. El objetivo inicial -garantizar la seguridad de las rutas comerciales- no solo no se ha cumplido, sino que ha desembocado en una escalada militar de consecuencias imprevisibles.
Esta semana, nuevos ataques aéreos coordinados por Estados Unidos y el Reino Unido volvieron a golpear posiciones hutíes en la provincia de Saada y en las costas del mar de Al Hudayda. Según medios regionales, al menos doce personas murieron, entre ellas dos menores, y varias instalaciones de telecomunicaciones quedaron destruidas. Lejos de disminuir la tensión, los hutíes intensificaron sus represalias, lanzando drones navales que alcanzaron un buque comercial con bandera liberiana, causando severos daños y reactivando las alertas en la navegación internacional. La situación confirma lo que se temía: esta no es una operación de contención, es una guerra prolongada por otros medios. Y, como siempre, Yemen paga el precio de una guerra que no eligió.
Tras los primeros ataques, la respuesta de Irán no se hizo esperar. Misiles fueron lanzados contra bases militares estadounidenses en Qatar y en territorio iraquí. El impacto más simbólico ocurrió en Al Udeid, donde una cúpula de comunicaciones estratégicas fue alcanzada por un proyectil. Aunque Washington trató de minimizar los daños, las imágenes satelitales desmienten la narrativa del control total. El mensaje de Teherán fue claro: cada ataque tiene un precio, y el equilibrio regional no se puede mantener con fuego extranjero. Esta vez, la amenaza de expulsar a las fuerzas estadounidenses del Golfo dejó de ser retórica.
Lo que resulta escandaloso no es solo la fragilidad militar que exhibieron las potencias occidentales, sino la arrogancia política con la que actúan. La Operación Rough Rider nunca fue aprobada por organismos multilaterales. No se debatió en Naciones Unidas, ni se justificó ante la comunidad internacional más allá de comunicados genéricos. Se bombardeó primero y se explicó después. Se actuó en nombre de la seguridad marítima, pero sin transparencia, sin límites, sin rostro humano.
Yemen sigue desangrándose. Las cifras actuales indican que más de 300 personas han muerto desde marzo solo como resultado de los ataques aéreos coordinados por Londres y Washington. Se destruyeron depósitos de armas, sí, pero también se alcanzaron zonas civiles, infraestructuras precarias y campos agrícolas. Nada de eso se menciona en los informes oficiales. La operación se presenta como quirúrgica, precisa, necesaria. Pero en el terreno, lo que se vive es caos, miedo y despojo.
El interés de Estados Unidos y el Reino Unido en el Mar Rojo no es altruista ni nuevo. Esta vía marítima conecta el Mediterráneo con el océano Índico a través del canal de Suez, por donde transita cerca del 12?% del comercio global y más del 30?% del petróleo marítimo del planeta. Para ambas potencias, garantizar el control de esta ruta significa asegurar el flujo energético hacia Europa y Asia, proteger sus inversiones logísticas y mantener presencia militar cerca de rivales como Irán, China o Rusia. Más allá de la retórica de seguridad, el Mar Rojo es un tablero de poder, y su dominio naval es una pieza clave en el ajedrez geoestratégico global.
Estados Unidos y el Reino Unido aseguran que han reducido significativamente las capacidades ofensivas de los hutíes. Sin embargo, los ataques a buques comerciales persisten. El Mar Rojo, lejos de ser un corredor seguro, se ha convertido en una trampa geopolítica. Cada embarcación que lo cruza lo hace bajo alerta máxima, con seguros triplicados y la constante amenaza de un misil no interceptado. ¿Qué se ha logrado, entonces, con esta ofensiva? ¿Cuántas vidas más se necesitarán para reconocer que la guerra preventiva no trae paz, sino más guerra?