Nuestra legalidad se inventó para confundir al adversario. Desde tiempos de la Colonia se crearon fórmulas que sólo entendían los letrados y permitían abusar de los demás. Esta capacidad de enredo prosperó con enjundia hasta llegar al México contemporáneo. Hoy en día, un abogado es una persona capaz de afirmar, de manera inconcusa, que alguien conculcó la ley. ¿Qué quiso decir? Eso lo debe resolver otro abogado.
El lenguaje oficioso se ha cargado de una mística tan potente que sirve para todo, incluyendo la comisión de delitos.
En la era digital, las empresas trafican con datos personales y nosotros mismos informamos de nuestras actividades en Facebook, TikTok o Instagram. La intimidad se he vuelto pública. No es extraño, entonces, que un desconocido hable a tu casa y quiera saber cómo se encuentra la señora Caty, el joven Yayo y el perrito Flush recientemente operado.
Con esa información, los extorsionadores se presentan como personas de confianza, algo que no basta para engañar al prójimo. Estamos en un país único, donde la estafa debe tener aspecto oficial.
La voz que llama por teléfono pregunta en tono legaloide: "¿Hablo con el titular de la cuenta?". La palabra "titular" causa un efecto instantáneo: el asunto es formal. Además, la voz no se refiere al teléfono sino a la "cuenta". Se trata de un conocedor del tema. A continuación, viene un planteamiento que en México suena apabullante: "Tenemos para usted un paquete con número de guía 1263796". Supongo que en países organizados eso impresiona poco, pero habitamos una nación donde el caos pertenece a la vida diaria. Que un objeto tenga "número de guía" es tan admirable como que una persona tenga posdoctorado.
La extorsión prosigue con la llegada de un personaje infaltable en cualquier negociación. Después de revisar algunos datos con el "titular" (o la persona que responde en vez de él), la voz dice en tono solemne: "Le voy a pasar al Licenciado".
Me pregunto si en el sistema de castas brahmánico hay un salto equivalente al de pasar de un simple mortal a alguien ungido por una licenciatura. La persona que hablará con nosotros está acreditada por un documento tan importante que sirve para expedir otro (la cédula profesional). Y todo esto ocurre en México, donde no es lo mismo un boleto que un boleto foliado.
Nunca le pedimos a alguien que enseñe su título. Eso violaría su honor y el nuestro. Lo importante no es ser Licenciado, sino parecerlo. Poco importan los estudios. Quien sabe dónde está el oficio 24/7ª y cómo conseguir la firma y el sello que lo validen merece trato reverencial. Ese rango, como el de padrino o compadre, depende de un pacto social y una profesión de fe: alguien en quien creer. Después de siglos de complicarnos la vida en oficinas, valoramos la ayuda de esos seres que parecen haber nacido con corbata.
Todo esto para decir que la extorsión se consuma con la voz de una persona que pide disculpas por las molestias ocasionadas y reitera la urgencia de entregar el paquete que "se liberará cuando se liquide la cuota arancelaria". Después de estas palabras de tono oficioso, el Licenciado vuelve a la tierra y pregunta si hay papel y pluma. Entonces dicta una cuenta bancaria que por supuesto no está a nombre de un señor, sino -otro golpe maestro- de una razón social, lo cual nos recuerda que las "personas morales" surgieron porque desconfiamos de las personas físicas.
Para estas alturas, quien contestó el teléfono está harto. Es un ciudadano que ha hecho demasiados trámites en su vida y sólo desea acabar de una vez por todas con la transacción. El mejor aliado de los extorsionadores es el cansancio burocrático que nos lleva a aceptar algo absurdo con tal de salir del tema.
La lejanía de los ciudadanos con la ley hace que el lenguaje jurídico ayude a delinquir. Pero ya todo cambiará. El próximo domingo podremos elegir jueces que no conocemos, en una boleta que no se entiende.