A cualquier persona que se dedique a alguna rama de la medicina -es decir, médicos cirujanos, cirujanos dentistas, personal de enfermería, médicos veterinarios-, le habrán preguntado en más de una ocasión, con respecto a la salud de un paciente, si se va a morir o no de la enfermedad por la cual está siendo atendido.
Cuando me hacen esa pregunta a "quemarropa", respondo que en medicina no hay una respuesta definitiva, y que, en todo caso, es mejor manejar ese tipo de cuestiones con porcentajes, comparándolos con otros padecimientos y considerando el grado de avance de la enfermedad, el estado general del organismo, la resistencia y la respuesta individual de cada paciente.
Les explico que no basta con decir: "se va a salvar" o "no se va a salvar", porque la medicina no es una ciencia exacta y la salud no tiene palabra de honor.
¿Cuántas veces hemos visto pacientes soportar enfermedades largas y difíciles y recuperarse de forma espectacular? Y, en otras ocasiones, los hemos visto agravarse o complicarse después de una enfermedad o de un procedimiento que se consideraba "de rutina".
Por eso la medicina es una carrera apasionante, absorbente, demandante, gratificante y, en ocasiones, injusta con el médico. Quienes deseen dedicarse a esta profesión -o quienes ya lo hacen- sabrán que no es un trabajo más, sino una forma de vida.
Debemos tratar de ser lo más objetivos posible y explicar los pros y los contras de cualquier enfermedad, tratamiento o procedimiento antes de tomar una decisión. Entendemos que nuestra vocación nos llevó a estudiar para procurar, en lo posible, alivio a las enfermedades, buscando siempre que el paciente sane o al menos goce de la mejor calidad de vida posible.
Cuando un enfermo se acerca a su médico, siempre lo hace con miedo, pero esperanzado de recibir la mejor atención y el diagnóstico o tratamiento más acertado. Tengamos siempre presente que un médico, ante todo, es una persona, y que la decisión final sólo le corresponde a Dios.
Cuando recién me había casado, viví una experiencia muy fuerte que me marcó. Mi esposa y yo tuvimos tres gestaciones malogradas, es decir, tres abortos. Después de innumerables exámenes, estudios y diagnósticos, el jefe de ginecología de un hospital nos citó para hablar con nosotros. Sin más preámbulos, y de manera fría, nos dijo: "Ustedes nunca van a poder tener hijos". Aquello me cayó como una bomba, sobre todo al ver a mi esposa sufrir por tan temerarias palabras. Conteniéndome, y midiendo lo que decía, le respondí: "Usted no puede saber eso, doctor... usted no es Dios".
Eso ocurrió hace unos treinta años. Y como prueba de que la decisión final sólo le corresponde a Dios, hoy tenemos tres hijos. El mayor de ellos es médico, y cuando platico con él, le aconsejo que, al estar frente a un paciente, sea comprensivo, solidario, que se ponga del lado del que sufre, que tenga paciencia, que sepa escuchar, que siempre esté dispuesto a ayudar… y que nunca, pero nunca, juegue a ser Dios.
Y para terminar, una gota de filosofía:
Nadie es tan rico como para comprar su pasado.