Están ya aquí, entre nosotros. Reptan, pululan y se introducen en cada una de nuestras capitales, en nuestros pueblos, en nuestros vecindarios. Se pertrechan en la penumbra, royendo su desdén hacia nuestras costumbres, tradiciones y libertades. Si aguzas la mirada, los distinguirás en este rincón, en ese barrio inaccesible, en aquella mugrienta esquina. Se parecen a nosotros, gimen, claman, lloriquean y ríen casi como nosotros, pero no son como nosotros: si escrutas el fondo de sus ojos advertirás su hipocresía. Su diferencia. Se han infiltrado en grandes oleadas o gracias a goteo incesante, hormiga, sin que los políticos -justo aquellos que juraron protegernos- hayan hecho el menor esfuerzo por frenarlos. Vienen de muy lejos con la expresa misión de conquistarnos: buscan minar nuestra solidaridad, carcomer nuestros valores, adueñarse de nuestra prosperidad.
Sus machos codician y acosan a nuestras mujeres, ansiosos por infestarlas con sus genes, mientras sus hembras seducen y enfebrecen a nuestros jóvenes, orillándolos hacia el vicio o hacia el crimen. Nos contaminan con sus hedores irrespirables, sus sórdidas creencias, sus gustos anacrónicos, la fidelidad a sus gurús y sus profetas. Míralos, allí están, y allí, y allí también. A tu vera y a tu espalda. Perros sarnosos, cada vez nos tienen menos miedo y se acercan más y más a nuestros jardines, escuelas y barrios. A nuestros cuerpos. Al inicio podrían haber parecido una molestia menor, un zumbido inocuo y persistente; ahora han tejido enjambres por doquier que los regurgitan por las mañanas y a los cuales regresan por la noche, si acaso alguien se atreve a denunciarlos o perseguirlos, en busca de impunidad y de cobijo.
Nadie osa irrumpir en sus astrosas madrigueras: jamás lograrán asimilarse, comprender nuestra cultura, atemperar su furia, su dejadez o su impudicia. Musitan dialectos ininteligibles o hablan con acentos inhumanos, les rezan a dioses salvajes y nos arrebatan hogares y empleos. Y, acaso lo peor: se reproducen como plagas. ¿Cómo lo permitimos? ¿Por qué les abrimos nuestras puertas, les entregamos cuanto poseemos, los preferimos a los nuestros? ¿Acaso ellos harían lo mismo por nosotros? Dicen haber surcado selvas y desiertos o mares y ríos procelosos huyendo de matarifes y sicarios, pero ¿quién nos asegura que no son matarifes y sicarios ellos mismos? ¿Que no cargan consigo los bacilos de la guerra y sus violencias?
Son tantos, ya tantos, que si no actuamos con decisión pronto será irrelevante: nos habrán superado en número y nosotros seremos minoría, sus sirvientes y esclavos, en sociedades que ya en nada se parecerán a las democracias liberales que con tanto esfuerzo -y tanta sangre-, hemos construido. ¿Te das cuenta? Se trata de la mayor invasión de la historia, nunca antes había avanzado una marejada semejante. La mayoría son delincuentes, violadores y asesinos y, los que no, han extraviado la razón. Su origen es la cárcel y el manicomio. Nadie pide que los exterminen, no somos bárbaros: solo que alguien los contenga. Que alguien refuerce nuestros baluartes y murallas, patrulle nuestras costas, vigile nuestros cielos, ¿no es eso lo que hace a un país un país? ¿Contar con fronteras celosamente resguardadas? Que nos dejen en paz: solo eso pedimos. Que vuelen de regreso a sus países y sean felices -o miserables- allá adonde pertenecen. Y, si no, que se atengan a las consecuencias: el imperio de la ley es nuestra única fe. Aunque quizás sea ya muy tarde. Son millones. Nos rodean. Nos observan. Nos acosan. Se preparan para el ataque desde dentro. Ya están aquí, entre nosotros.
Este es el discurso de Trump y de toda la ultraderecha planetaria. Y todo, absolutamente todo, lo que implica, es falso: ni un solo dato objetivo lo comprueba. Desde hace al menos un siglo, el porcentaje de migrantes respecto a la población mundial se ha mantenido estable: en torno a apenas un 3 por ciento. No hay crisis de fronteras ni de refugiados. Los migrantes no les arrebañan sus empleos a los locales. Y no aumentan, sino que disminuyen la violencia. Lo peor es que estas mentiras, repetidas hasta el cansancio, no solo definen ya la agenda de sus portavoces, sino de todos los sectores políticos del mundo. El problema migratorio no existe.