El 1 de agosto de 2025, Israel Vallarta recuperó su libertad. Tras pasar casi dos décadas en prisión preventiva sin sentencia, un Juzgado de Distrito finalmente dictó sentencia absolutoria y ordenó su liberación inmediata.
Pese a la contundencia de la noticia, no hay nada que celebrar. Porque este caso, por escandaloso que parezca, no es una anomalía: es el espejo cotidiano del sistema de justicia penal en México. Israel pasó 6,990 días preso sin una condena. Durante todo ese tiempo, el Estado mexicano, ese que presume su Constitución garantista y su supuesto compromiso con los derechos humanos, eligió ignorar el principio de presunción de inocencia, la prohibición de la tortura y el derecho a un juicio justo.
Israel Vallarta fue víctima de un montaje televisado, de una detención ilegal y de tortura. Su caso alcanzó relevancia internacional por la participación de autoridades como Genaro García Luna y la presión diplomática del gobierno francés debido a su entonces pareja, Florence Cassez. Pero la mayoría de las personas presas sin sentencia en México no tienen un embajador que hable por ellas ni medios que cubran sus historias. Son pobres, tienen educación básica o nula, y se enfrentan al aparato judicial sin una defensa adecuada. Están ahí, esperando una justicia que no llega, en condiciones de hacinamiento, tortura y olvido.
Según datos oficiales, el 40% de las personas privadas de libertad en el país no tienen sentencia. Es decir, 4 de cada 10 personas están en prisión sin que un juez o tribunal haya declarado su culpabilidad. El caso de Israel nos recuerda el daño estructural del sistema de justicia penal anterior, ese que se prometió cambiar en 2016 con la transición al sistema acusatorio, bajo la bandera de frenar los abusos de autoridad, como la prisión preventiva oficiosa.
Lo cierto es que, con el nuevo sistema, el catálogo de delitos que la contemplan se ha ampliado múltiples veces, bajo lógicas partidistas y discursos de seguridad que siguen castigando a los mismos de siempre. Primero los pobres… pero en la cárcel.
Muchas personas siguen detenidas más allá del plazo máximo constitucional de dos años, sin sentencia, sin defensa, sin futuro.
Lo más doloroso de este panorama es la complicidad institucional. La Suprema Corte de Justicia de la Nación tuvo en sus manos múltiples oportunidades para declarar inconstitucional la prisión preventiva oficiosa, pero eligió no hacerlo. Blindó un mecanismo de castigo sin juicio, arrastrando no solo a la justicia, sino a miles de personas a una vida en el encierro sin condena.
Y no parece que esto vaya a cambiar con la tan prometida, y casi bíblica, nueva "Supra Corte".
Entre la hipocresía de quienes dicen defender derechos humanos pero lamentan la liberación de Israel Vallarta, y la de quienes la celebran mientras le lavan la cara al oficialismo y su impulso autoritario por expandir la prisión preventiva oficiosa, lo único que queda claro es esto: la instrumentalización del dolor.
Israel salió libre después de 20 años. Pero no hubo reparación, no hubo disculpas públicas, no hubo responsables procesados. Solo un expediente cerrado y una vida rota.
¿Cuántos más tendrán que esperar dos décadas para que el Estado reconozca que se equivocó?
No, aquí no hay justicia para nadie. Solo una máquina punitiva que castiga la pobreza y protege el espectáculo.
Y que no salga nadie de la clase política a pronunciarse sobre la libertad de Israel Vallarta. Todos son cómplices. Lo son por mantener y defender la prisión preventiva, por negarse a reformarla, por usar el encarcelamiento sin juicio como moneda política o castigo social.
Y si alguien cree que esto cambiará con la reforma judicial que propone elegir a jueces y juezas por voto popular, hay que decirlo claro: lo que viene puede ser aún peor.
La implementación de figuras como los "jueces sin rostro", inspiradas en modelos autoritarios que sacrifican garantías procesales, amenaza con institucionalizar aún más la opacidad, el miedo y el castigo sin pruebas.
Mientras no se revise estructuralmente el uso de la prisión preventiva y no se responsabilice a quienes orquestaron y permitieron estos abusos, el caso de Israel Vallarta no será el último. Solo el más visible.