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Jorge Volpi

Insurrección

JORGE VOLPI

Verde, blanco y rojo, con el águila y la serpiente al centro. ¿Cuándo habríamos de imaginar que la bandera mexicana -por lo general usada, como todas las enseñas del mundo, para reavivar un chato patrioterismo o para celebrar una victoria en el futbol- iba a ser enarbolada como símbolo de la libertad? ¿Como desafío contra el racismo y el autoritarismo que hoy campea en Estados Unidos? Observarla ondear allí, en las calles de Los Ángeles y otras tantas ciudades -al lado de algunas centroamericanas-, enchina la piel: por una vez en décadas, nuestra bandera se identifica con la resistencia justo cuando parecía que nadie iba a atreverse a plantarle cara al tirano.

Por más que a algunos les parezca una estrategia demasiado peligrosa o equivocada -nada le sirve tanto a Trump como mostrar a los migrantes como extranjeros invasores, afirman algunos comentaristas-, no deberíamos dejar de celebrar y secundar esta justa insurrección contra el despotismo. Mexicanoamericanos y chicanos -y sus parientes sin papeles- no dejan de argumentar que, para ellos, la insignia tricolor no es antiestadounidense, sino un símbolo de su doble identidad. Un símbolo que, como las estrellas de David en la Alemania nazi, identifican sin asomo de duda a quienes son vistos como enemigos por el poder fascista.

No deja de resultar trágico que Estados Unidos haya surgido así: con una insurrección popular contra medidas -en particular los impuestos- que les resultaban injustas a sus ciudadanos, o que, mucho después, revueltas semejantes hayan dado paso a las luchas contra la segregación. Aquí no hay lugar a dudas: las redadas y expulsiones indiscriminadas de migrantes, así como el uso ilegal de la fuerza militar para acallar las protestas, son medidas propias de una dictadura. Que en ocasiones estas deriven en puntuales actos de violencia es lamentable, pero ello no debe distraernos a la hora de señalar que la responsabilidad recae en Trump y su cohorte.

Un migrante no es un delincuente. Insistir en que la entrada sin papeles a otro país justifica el maltrato o la expulsión es uno de los grandes dislates de nuestra época. Nadie elige el lugar en el que nace: las nacionalidades y las patrias no son sino ficciones destinadas a justificar la inequitativa distribución de poder, riqueza y oportunidades que caracteriza a nuestras sociedades. Todos somos seres humanos y cualquiera debería poder elegir dónde vivir siempre y cuando se gane la vida de manera pacífica. Lo contrario supone, sin falta, una forma de discriminación. No es otro el motor que anima a Trump y los suyos: el anhelo de borrar todo aquello que no se asimile a la cultura blanca, cristiana y anglosajona que él pretende encarnar. Lo mexicano como mancha.

Pese al riesgo de insistir en su filiación nazi, cada día con mayor evidencia su movimiento copia las prácticas raciales del partido nacionalsocialista alemán: la identificación de un enemigo, su demonización y el llamado a su expulsión y su silenciamiento. Las expresiones de sus secretarios de Estado, así como la propaganda que hoy despliega su gobierno, apenas se alejan de las empleadas en su momento por Goebbels: hoy los migrantes latinoamericanos -y en particular los mexicanos- son llamados invasores extranjeros, se les persigue como una plaga y se invita a la población a denunciarlos para que puedan ser expulsados o enviados a esos nuevos campos de concentración que son las prisiones como las de El Salvador.

Vivimos, de nuevo, tiempos oscurísimos: sin duda el gobierno mexicano debe ser prudente, aunque sin dejar jamás de defender los derechos de nuestros connacionales, pero en cambio los ciudadanos mexicanos deberíamos sentir por una vez el auténtico llamado de esas banderas tricolores, denunciar sin ambages el fascismo estadounidense y apoyar, en la medida de nuestras posibilidades, una causa, la de los mexicanos del otro lado de la frontera, que sigue la estela de las grandes luchas de resistencia de la humanidad.

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