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Ilusión totalitaria

JESÚS SILVA-HERZOG

No terminamos de colgarle los adjetivos precisos al nuevo autoritarismo. El sustantivo está plenamente justificado porque el régimen limita activamente el pluralismo, porque concentra el poder en un núcleo que no enfrenta restricciones institucionales, porque tiene una ideología difusa, porque carece de contrapesos efectivos. El régimen se sirve ya de una nueva legalidad en la que no existe ni sombra de imparcialidad. La polifonía institucional ha dado paso a un régimen de una sola voz. Las oposiciones son apenas testigos, las elecciones han de dejado de ser vehículo de castigo. Los militares se han convertido en columna central de un nuevo sistema que se legitima directamente a través de una economía de transferencias directas.

Al calificar al nuevo régimen como un sistema autoritario se subraya no solamente su distancia de la democracia sino también del orden totalitario. Si hemos dejado de ser una democracia constitucional, no vivimos bajo una dictadura totalitaria. Aunque enfrenten el hostigamiento del poder político y las presiones del poder económico, subsiste la prensa crítica, hay partidos de oposición, habrá elecciones de acuerdo con el calendario, aunque las condiciones de la competencia sean cada vez más hostiles. Pero en el nuevo régimen hay prácticas de clara inspiración totalitaria. Pienso en el episodio que se repite semanalmente en el programa de propaganda presidencial. Cada semana se pretende definir la verdad y la mentira desde el Palacio Nacional. Se trata, por supuesto, de otra herencia siniestra del gobierno anterior. El nuevo régimen se asume como la fuente de la verdad. En ello hay algo más que mecánica autocrática. En esa práctica que pasa casi desapercibida se percibe una aspiración totalitaria.

No merece otro calificativo. Creer que a la Presidencia o a cualquier otro órgano del poder corresponde la definición de la verdad es un abuso inequívocamente totalitario. La existencia de un detector oficial de mentiras no es irrelevante, aunque nos hayamos acostumbrado a una abominación de ese tamaño. ¡Cuántas aberraciones han quedado sin respuesta en estos años por efecto de su acumulación! Hace poco, en el gobierno anterior, escuchábamos a una comisaria exhibiendo como mentirosos a los Enemigos del Pueblo. Hoy acontece lo mismo, desde la sede del Jefatura del Estado mexicano, se decreta con tonadilla de carpa lo que es verdad y lo que es mentira.

Necesitamos recordar lo esencial. Al poder político no le corresponde revelar la verdad. Pretenderlo a través de su propaganda cotidiana muestra los alcances de la ambición despótica del nuevo régimen: ser el sello que certifica lo verdadero, el cazador que libera a la sociedad de todos los engaños. El depositario único de lo confiable. La suprema brújula del pensamiento. Esos eran los alcances del monstruo del poder absoluto que levantó Hobbes en su obra clásica. El Leviatán era un gigante que concentraba todos los poderes. Fundaba la justicia, decía la ley, fiscalizaba la ciencia, acuñaba la moneda, vigilaba el diccionario. El Estado era el supremo detector de mentiras. El inapelable juez de lo verdadero.

Esa sombra de poder absoluto aparece cada semana cuando se convoca a un "detector de mentiras" para que haga desfilar con carácter casi oficial las opiniones, juicios, relatos que la sociedad mexicana debe descartar. El grotesco sabueso suele confundir hechos que podrían ser falsos o verdaderos con las opiniones que no caben en ninguno de esos cajones. Un juicio personal no es falso por más molesto que nos resulte. La opinión puede tener un fundamento flojo, puede ser parcial o incongruente; puede ser desmesurada o tímida. No es verdad ni es mentira. Pero el detector presidencial no detecta esa diferencia elemental para lanzarse con todo el respaldo del poder a denunciar a los opinantes que discrepan de la palabra oficial.

Ya sabemos, porque nos lo dicen todo el tiempo, que al nuevo régimen no le basta la administración de las cosas. Lo que busca es la elevación de las almas. Lo llaman, con sensiblería de consigna, "revolución de las conciencias." Un régimen que pretende certificar la verdad es un régimen con ilusión totalitaria.

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