Si la vida permitiera que la interpelara, le reclamaría su norma unilateral para que corresponda al tiempo dar significado pleno e inmediato a las experiencias.
Ese retraso en la completa comprensión de los hechos algunas veces impide aprovechar oportunidades, pero, sobre cualquier otra cosa, evita dar oportunamente las gracias por las lecciones recibidas.
Por ejemplo: ¿quién iba a imaginar que mi mamá, ama de casa preocupada más por las cosas de Dios que de los hombres, quiso alguna vez preparar a sus hijos para ser presidentes de la república?
Nunca nos lo dijo, sin embargo esta mañana lo descubrí cuando un par de recuerdos tocó la puerta de mi memoria.
Me traslado así a un momento de mi niñez cuando pretendía ejercer mis prestaciones, no mis obligaciones, para disfrutar los alimentos por los que mi padre había trabajado.
"¡No me importa quién fue! ¡Tú la limpias!", fue la enérgica orden dada por mi madre cuando antes de cenar pretendí trasladar a los anteriores comensales la responsabilidad del desbarajuste que había en la cocina.
Estrictamente, el desorden no era culpa mía, sin embargo, también con rigor, tenía la obligación de acabar con el caos, pues no sólo quería usufructuar una infraestructura que pertenecía a toda la familia, sino debía entender que en el fondo se trataba de un asunto hasta de índole filosófica, pues encerrar en el pasado los problemas presentes, anclando en el ayer las acciones del hoy, es condenar al hombre a esquivar su actualidad o a recibir inmóvil las bofetadas de la realidad.
Este amanecer también recordé cuando mi madre me tildaba como "hijo de la mala vida", en momentos en los que observaba mi perseverancia en alguna conducta, aun en condiciones de malos tratos.
Lejos de querer insultarme, esa expresión quizá pretendía desarrollar la tolerancia que contribuyera a focalizarme en el cumplimiento de mis objetivos y no distraerme en discusiones ajenas a ellos.
Esto lo entendí mejor cuando en una madrugada del 2005 fui abruptamente despertado en Bogotá, Colombia, donde participaba en un seminario de búsqueda y rescate con la ayuda de perros.
Desde el primer día del evento mis compañeros y yo nos dimos a la tarea de especular si participaríamos en algún simulacro, lo que nos llevó a concluir que sí se organizaría, aunque, con precisión similar a la de cualquier "analista político" del Facebook, jamás anticipamos que fuera tan pronto, en horas inadecuadas y de forma tan violenta y retadora.
Podría decir que lo que sucedió apenas un par de días después de nuestra llegada a la capital de Colombia no se lo deseo a nadie, pero sería mentira. Mejor precisaré: a casi nadie.
"¡Qué esperas para levantarte! ¡Muévete rápido, hace mucho frío afuera y debemos salir de inmediato para buscar una persona extraviada!", alcanzo a recordar me dijo alguien dirigiendo la potente luz de su linterna directamente hacia mi cara.
"¡Mira a este inútil, que ni siquiera sabe atarse las cintas de las botas!", me fustigaba quien seguía lanzando el potente haz de su lámpara directo a mi rostro. Hostigamiento similar lo estaba padeciendo el resto del grupo, tan sorprendido como con dificultades para mantener los ojos abiertos a esa hora.
En esta situación recurrí a mi acervo de dichos e hice "de tripas corazón", por lo que pronto bajé las escaleras que comunicaban los dormitorios con el resto del edificio, sin olvidar mi chamarra y equipo básico, aunque con las botas mal amarradas.
Ni mis compañeros ni yo discutimos con quienes nos hostigaban, quedando nuestros calificativos hacia ellos y sus conductas bien encerrados en los clósets de nuestras mentes.
Quienes pretendían distraernos de nuestro objetivo central no tuvieron éxito, como sí lo tuvo el simulacro, ya que los participantes nos enfocamos en hacer bien la parte que nos correspondía.
Sí, ahora comprendo que mi mamá quería que al menos uno de sus herederos fuera presidente o presidenta, capaz de ver siempre hacia delante y nunca distraerse de su deber esencial.