Hay actos que nos delatan. Actos que expresan nuestras íntimas imágenes del universo, de lo que somos y lo que pretendemos. En la política nada delata mejor nuestra noción de democracia como nuestras ideas sobre cómo ha de expresarse la representación popular y cómo se ha de distribuir el poder. De ahí que cuando alguien plantea una reforma electoral ofrece una visión desenmascarada de su realidad política. La semana pasada empezó formalmente el proceso de reforma electoral en México. Claudia Sheinbaum publicó un decreto en donde se crea la Comisión de la Presidencia para la reforma electoral. Este decreto rompe con una tradición y una serie de reglas no escritas para la confección de una reforma de este calado: que se hagan desde y para el pluralismo. Vayamos a la historia.
En 1976 hubo un solo candidato a la Presidencia de la República y el propio régimen entendió que debía abrir canales de participación política a las oposiciones. Para construir la reforma se convocaron audiencias públicas entre abril y julio del 77 con los representantes de los distintos partidos, asociaciones políticas, instituciones académicas y de la ciudadanía en general para presentar distintos puntos de vista. Emitieron propuestas de reforma tanto los representantes del PRI, PAN, PPS y PARM como los de partidos menores sin reconocimiento legal. Además, participaron académicos destacados como Luis Villoro, Mariano Azuela y Manuel Camacho, entre otros. A partir de esos diálogos, Reyes Heroles armó un proyecto de reforma presentado por el presidente, discutido en las cámaras por casi un mes y aprobado en diciembre del mismo año. Como resultado, se creó una nueva Ley Federal de Organizaciones Políticas y Procesos Electorales (LFOPPE). Dentro de las principales reformas quedó la incorporación de los partidos políticos a la Constitución como entidades de interés público "imprescindibles para organizar y ofrecer voz a la diversidad política del país". Además, se modificó la estructura de integración de la Cámara de Diputados para incluir 100 diputados de representación proporcional. Esta reforma desencadenó la transición democrática, iniciando con la conformación de una Cámara Baja más plural y el registro de tres nuevos partidos: el Comunista Mexicano, el Socialista de los Trabajadores y el Demócrata Mexicano.
Una década más tarde, entre 1988 y 1990, el PRI vivía una de sus peores crisis y, en vez de utilizar el aparato estatal para atrincherarse en el poder, impulsó otra reforma electoral bajo la misma lógica: pluralizar el poder político. El PRI invitó a su opositor más fuerte, el PAN, para el diseño de nuevas autoridades electorales: el IFE y el TRIFE (Tribunal Federal Electoral). El ánimo pluralista se notó especialmente en la manera en que se modificó la estructura del financiamiento para beneficiar a los partidos más pequeños. Se diversificaron los rubros de manera que los partidos obtuvieran dinero no sólo para sus actividades electorales, sino también para sus actividades institucionales de base.
Luego vino la reforma del 96. En palabras de Woldenberg, "fue la reforma más abarcadora y ambiciosa de cuantas se habían producido. Pero, adicionalmente, en más de 90% fue aprobada por la totalidad de los partidos que se encontraban en el congreso". Es un modelo de inclusión democrática: fue un proyecto conjunto entre el partido dominante y las oposiciones. Esta pluralidad de voces se reflejó claramente en los resultados de la elección del 97 cuando "por primera vez en la historia ningún partido obtuvo mayoría absoluta en la Cámara de Diputados", el PRD obtuvo el triunfo en la capital y el PAN ganó en Nuevo León y Querétaro. La participación de todos los partidos se reflejó tanto en la nueva estructura del financiamiento como en la consolidación de un IFE autónomo, imparcial. La cancha se iba emparejando, principalmente porque el financiamiento de los partidos se volvió mixto, fijando una base del 30% repartido por igual a todos y un 70% proporcional al porcentaje de votos obtenidos en la última elección. Con esta reforma se creó un TEPJF más abarcante (no limitado a lo federal) y una Comisión de Fiscalización de los Recursos de los Partidos y Agrupaciones Políticas del IFE capaz de imponer sanciones. Un aspecto que ilustra el carácter plural de esta reforma es que situó a los partidos como organizaciones del Estado y no del gobierno, como instituciones autónomas de vinculación con la ciudadanía.
El contraste entre las reformas anteriores y la de este año no podría ser mayor. Se emitió un decreto presidencial y se enlistaron siete personas cercanas a la presidencia y fieles al proyecto obradorista para cambiar las reglas del juego. Siguiendo el modus operandi de las últimas reformas constitucionales, la discusión en el Congreso tampoco promete abrirse al diálogo con las fuerzas opositoras o con la ciudadanía.
Tendremos la estructura electoral que Pablo Gómez, Jesús Ramírez Cuevas, Arturo Zaldívar, Pepe Merino y la presidenta dispongan. Si la nueva reforma continúa la línea de los proyectos anteriores de Pablo Gómez, todo apunta a una pérdida de imparcialidad por parte del árbitro electoral y al debilitamiento de los partidos menores. No es razonable esperar una reforma plural o democrática: el proyecto de la 4T consiste en concentrar el poder y excluir a las minorías. Ante la historia mínima de las reformas electorales de las últimas 5 décadas, lo que se nos presenta es una regresión de manual al caciquismo más rancio.