"¿Qué significa vivir en un estado de excepción permanente?", se pregunta Giorgio Agamben, filósofo que ha estudiado esta propensión moderna. Su respuesta debería darnos escalofríos: "la sujeción voluntaria a una violencia institucionalizada". En otras palabras: la instauración de una "guerra civil legal" disfrazada de "necesidad de preservar la seguridad pública".
¿Hacia dónde va México? Esa es la pregunta que muchos nos hacemos. El panorama es tan complejo y confuso que invita a contemplar escenarios tan diversos y extremos que no hay forma de concluir otra cosa que lo que falla es el liderazgo. México y el mundo han experimentado toda clase de gobiernos a lo largo de la historia, pero todos los exitosos comparten un común denominador: logran que toda la población tenga claro el rumbo que sigue la nación e, idealmente, lo comparta. Por más que la popularidad de la presidenta serviría como argumento para suponer que la mayoría comparte un sentido de dirección, el hecho es que el gran éxito de los dos gobiernos morenistas se deriva de un pacto transaccional implícito que funciona en tanto ambas partes satisfagan su cometido. En contraste con el pacto que sustentó la transformación de China en las últimas décadas (crecimiento acelerado de la economía y del ingreso a cambio de sometimiento al Partido Comunista), el pacto de Morena es mucho más pedestre: programas sociales en lugar de crecimiento económico, empleo y salud. En China el gobierno al menos ofrecía un futuro; en México le regala unas cuantas migajas para mientras tanto.
Quienes se benefician de los programas sociales naturalmente los agradecen y reconocen en la forma de lealtad electoral y apoyo demoscópico y ese es el sustento del gobierno actual, que (en la práctica) prefiere la parálisis económica sobre el desarrollo de largo plazo, a la vez que no encuentra contradicción entre la creciente represión política y su concepción de la democracia.
En honor a la verdad, el anuncio del Plan México y sus reiterados intentos por darle contenido muestra que hay un reconocimiento de que la fórmula que le funcionó a AMLO ya no es posible. AMLO llevó a México al extremo económico, agotando todos los resquicios financieros concebibles y al final se fue por el más tradicional de todos -el endeudamiento- sin que éste se empleara para crear activos productivos que propiciaran el crecimiento y, con ello, fondos para repagar la deuda. La presidenta recibió un país en condiciones precarias, probablemente creyendo que podría mantener la estrategia de su predecesor cuando, en realidad, de haber sido esa transición un par de décadas antes, el país se encontraría cerca del punto de una de las tradicionales crisis de fin de sexenio.
El problema del Plan México es que no empata con la realidad del mundo en que vivimos. Por más que los actuales gobernantes quisieran, el país está amarrado a las corrientes financieras, industriales y comerciales del mundo, especialmente las de nuestro vecino norteño. Esto implica que los potenciales inversionistas -igual mexicanos que extranjeros (en esto no hay distinción)- tienen una infinidad de opciones y México no será una si lo que encuentran es un régimen incierto, saturado de extorsión e impunidad; reglas del juego cambiantes; y un partido único que puede cambiar e imponer sus preferencias en un santiamén, todo ello sin recurso a instituciones o tribunales neutrales y confiables para dirimir diferendos. Si a eso se agrega la persecución de periodistas, censura a ciudadanos y descalificaciones a quien ose pensar diferente, el panorama acaba siendo por demás aciago.
En años recientes México ha ido desafiando un número creciente de los componentes del tratado comercial con nuestros vecinos, el mecanismo que le ha dado la estabilidad económica de que hoy goza el país. Es decir, el gobierno anterior se dedicó a darle golpes al pesebre como si no hubiera consecuencia alguna. Por lo tanto, el embate del gobierno norteamericano no es casual: es resultado del desorden que caracteriza al país, las malas decisiones y la incapacidad (o indisposición) para resolver problemas, muchos de ellos elementales.
La pregunta entonces es ¿hacia dónde? La pretensión de que todo está bien, que no es necesario contemplar alternativas y que el embate del norte se resolverá por sí sólo, cae por su propio peso. Además, todo sugiere que en el gobierno se cree que la popularidad es permanente e inamovible. Capaz que sí, pero su sustento es por demás endeble en las circunstancias fiscales, económicas e internacionales actuales. O sea, esa pretensión no es más que una apuesta, un volado.
El riesgo es más serio de lo que parece. Por una parte, está la posibilidad de que las cuentas fiscales simplemente no den; por otro, el desprecio a los reclamos del exterior puede intensificarlos; y, por si eso no fuese suficiente, la decisión consciente de ignorar la creciente cerrazón política podría convertirse en una bomba de tiempo.
Las apariencias sugieren que todo está bajo control, pero en el momento en que eso cambiara, lo que antes parecía estable, súbitamente se torna crítico y un país dividido no ayuda a resolverlo.
Ernest Hemingway escribió una frase aplicable al riesgo que hoy enfrentamos: "¿Cómo llegaste a la quiebra? De dos maneras; primero poco a poco y luego de golpe".
@lrubiof
Ático
El país parece bajo control, pero los riesgos económicos y políticos se incrementan sin que se desarrollen mecanismos para resolverlos.