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Gaza: el hambre como arma de guerra

SOLANGE MÁRQUEZ

El viernes pasado, en el hospital Nasser en el sur de Gaza, una bebé de apenas cinco meses cerró los ojos para siempre. Zainab Abu Halib murió de hambre en los brazos de su madre, quien buscó fórmula en vano durante semanas. Zainab es parte de los cientos de niños y adultos que están muriendo por desnutrición en la Franja.

Más de mil palestinos han perecido en las últimas semanas intentando acceder a alimentos o ayuda humanitaria; decenas, incluidos niños, han sucumbido por hambruna o enfermedades agravadas por la falta de comida. La mayoría de la población gazatí enfrenta niveles de hambre clasificados como emergencia (fase 4) o catástrofe (fase 5) según la Clasificación Integrada de Seguridad Alimentaria. La guerra ha destruido más de 60% de la infraestructura civil y desplazado a millones sin garantizarles seguridad ni sustento.

Pero a Zainab, como a esos más de mil palestinos, no fue una bomba ni una bala lo que les arrebató la vida, sino la hambruna y las complicaciones asociadas a la falta de alimentos. De acuerdo con lo que hemos visto en los últimos meses, los niveles de hambruna superan la idea de un daño colateral. Se trata más bien de una estrategia deliberada que busca infringir un castigo colectivo a una población sitiada a través de restringir el acceso a los alimentos. En pocas palabras: el hambre como arma de guerra.

Desde marzo, el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, ha bloqueado sistemáticamente la entrada de ayuda humanitaria, generando una escalada de precios de alimentos de hasta 1400% y un colapso en las cadenas de suministro.

Todos los días, convoyes humanitarios de diversas organizaciones internacionales son detenidos, o redirigidos, incapaces de entregar la ayuda que cargan mientras que las operaciones de dichas organizaciones son bloqueadas o prohibidas por el propio aparato militar israelí. Diversos informes de Naciones Unidas reportan que para abatir el hambre se requerirían entre 500 y 600 camiones diarios para cubrir las necesidades básicas de la población civil; el Programa Mundial de Alimentos ha establecido un mínimo de 100. Sin embargo, desde mayo, Israel permite apenas 60-70, una cifra a todas luces insuficiente y vergonzosa.

Esa brecha no es resultado de un error de cálculo ni de problemas logísticos, sino de una política deliberada de asfixia humanitaria, una estrategia política que busca restringir el ingreso de alimentos, medicinas y combustible, sabiendo perfectamente que su ausencia condena a la población a la inanición.

Netanyahu, como era de esperarse, lo niega todo. Niega que exista hambruna en Gaza, aun con las evidencias de distintos medios de comunicación occidentales. Sin embargo, funcionarios de su propio gobierno lo contradicen. Según "The New York Times", un alto funcionario admitió en privado que "la hambruna es inminente, pero las órdenes son limitar la ayuda para presionar a Hamas". Esta brecha no es un error logístico, sino una política de asfixia humanitaria que condena a 2.3 millones de gazatíes.

Los centros de distribución habilitados por Israel y Estados Unidos, lejos de ofrecer alivio, se han transformado en escenarios de muerte: ataques aéreos, estampidas, disparos del ejército israelí y caos absoluto han hecho de la búsqueda de comida una actividad de vida o muerte para los gazatíes. Estos ataques son parte de ese mismo patrón que incluye bloquear corredores humanitarios y negar la entrada de bienes esenciales y sanitarios.

La hambruna, como arma de guerra, está expresamente prohibida por los Convenios de Ginebra. Es un crimen de guerra bajo el Estatuto de Roma, un crimen más a la larga lista que ya tiene Netanyahu bajo el brazo.

Sin embargo, la responsabilidad de lo que hoy ocurre en Gaza no recae únicamente en el gobierno israelí. El ataque terrorista de Hamas del 7 de octubre de 2023 desató esta escalada, y durante años ha jugado un turbio papel en toda esta tragedia. Su historial de abusos contra la población civil en Gaza, sumado al constante desvío de ayuda humanitaria para financiar actividades militares o incrementar su control político es bastante conocido. Hamas ha restringido la distribución de alimentos y medicinas priorizando la entrega con fines de propaganda.

Y la inmovilidad cómplice de las potencias democráticas no ha hecho sino agravar la crisis. Desde su regreso a la Casa Blanca, Donald Trump ha mantenido una postura ambigua que roza la hipocresía. Su gobierno ha bloqueado resoluciones destinadas a establecer corredores humanitarios seguros y ha defendido la narrativa de Netanyahu de la "autodefensa absoluta" aun cuando los informes sobre desnutrición grave y hospitales colapsados inundaban los titulares de los principales medios. Sólo ayer, ante la presión internacional, Trump admitió durante una reunión con el Primer Ministro británico, Keir Starmer, que la "situación humanitaria es grave". Sin embargo, es un cambio que parece responder más a cálculos geopolíticos que al reconocimiento ético del horror que hoy vive la población en Gaza.

Netanyahu, como otros líderes antes que él, ha recurrido a la mentira sistemática: niega la existencia de una hambruna mientras impide la entrada de ayuda; habla de operaciones quirúrgicas mientras civiles mueren buscando un costal de harina; acusa a otros de antisemitismo mientras convierte el hambre en arma de guerra. Un alto al fuego y corredores humanitarios administrados y operados por Naciones Unidas son urgentes. Zainab merecía vivir. Millones de niños gazatíes aún pueden salvarse. Lo que hace Netanyahu no es nuevo: desde Stalin con el Holodomor hasta la crisis de Biafra, la historia está llena de gobiernos que asesinan con el hambre. Sólo que esta vez podemos verlo en tiempo real y ante ello no cabe más el silencio.

Twitter: @solange_

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