Obra maestra del amor contrariado, El gran Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald, cumple cien años.
Escribo estas líneas el 10 de abril de 2025, cien años después de la publicación de una obra maestra del amor contrariado: El gran Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald.
Heraldo de la "era del jazz", Fitzgerald reinventó la forma en que la sociedad norteamericana se veía a sí misma. Retratista de las flappers, intrépidas chicas que bailaban charleston y "sabían besar", recreó la eufórica juventud de los años veinte, graduada en el infierno de la Primera Guerra Mundial.
Vida y obra se mezclaron en él. Uno de sus más brillantes discípulos, John Cheever, lo comparó con "un príncipe en el lugar equivocado". Elegante y melancólico, Fitzgerald amó hasta el delirio a Zelda Sayre, escritora, bailarina y actriz cuya principal materia artística fue la vida diaria. Desde muy joven flirteó con el destino; en el anuario de la preparatoria escribió bajo su foto: "Para qué trabajar la vida entera si se puede pedir prestado". Experta en el derroche, animó madrugadas de champaña en París y su esposo escribió numerosos cuentos para pagarlas.
"Muéstrame un héroe y te escribiré una tragedia", Fitzgerald anotó en sus cuadernos. Zelda jamás lo decepcionó en provocar emociones fuertes. Mientras él escribía El gran Gatsby, que aborda la dificultad de recuperar a la mujer amada, ella se enamoró de un atractivo piloto francés. Diagnosticada con esquizofrenia, murió en 1948 en el incendio de un hospital psiquiátrico. El novelista no conoció ese desenlace: murió en 1940, a los 44 años, en Los Ángeles, donde fracasaba como guionista (sus colegas ignoraban que había escrito una novela que se adaptaría al cine varias veces con enorme éxito). En 1940, El gran Gatsby vendió siete ejemplares; 13.13 dólares de regalías para el autor.
La novela narra las ambiguas ambiciones del trepador Jay Gatsby. "No hay segundos actos en las vidas americanas", escribió Fitzgerald. Gatsby no pudo conquistar a Daisy Buchanan cuando era un "perdedor" y busca una segunda oportunidad en el fragor capitalista del siglo XX, ostentando su recién adquirida riqueza.
La trama sería desagradable contada por el protagonista, pero resulta cautivadora en voz de Nick Carraway, que idealiza al misterioso magnate. Rodrigo Fresán acaba de publicar El pequeño Gatsby, libro que contiene -sello de la casa- todo lo que se podía saber sobre esta obra. Con agudeza señala que la novela seduce gracias a una paradoja: invita a desconfiar del narrador que relativiza sus opiniones, diciendo "supongo", "tal vez", "sospecho". Esa voz ha caído en las redes de un seductor que organiza fiestas descomunales para atraer a Daisy. Nick Carraway no describe a Gatsby como es sino, según advierte Fresán, como debe ser.
A cien años de distancia, no es un spoiler mencionar el desenlace. Gatsby se instala en una mansión a orillas del agua; en la ribera opuesta brilla la luz verde de la casa donde vive su amor perdido. Esa pasión define su existencia y lo acerca emocionalmente a nosotros; nos ponemos de su parte, pero ciertas dudas se insinúan.
Daisy se ha casado con Tom, un hombre de riqueza antigua, que compra caballos por deporte y prefiere esa forma de locomoción al hidroplano de Gatsby, arribista deseoso de demostrar que superó su original punto de partida. El giro dramático de la historia es que la fortuna del nuevo rico depende del contrabando; para superarse, Gatsby vendió su alma.
El final es trágico en varios sentidos: por el justiciero asesinato del protagonista y por la rara pureza que ahí se liquida. El infortunio tiene un sesgo merecido, pero Gatsby amasó su dinero con tratos oscuros y actuó con egoísmo animado por la irresistible desmesura del amor. Es víctima y villano de sí mismo.
Vale la pena atesorar una escena. Cuando Daisy visita la mansión de Gatsby, un reloj cae de una mesa y el anfitrión lo atrapa al vuelo. Ese gesto resume el empeño de Fitzgerald de detener el tiempo. "Al leer a Fitzgerald uno sabe exactamente qué hora es", escribió Cheever.
Gatsby vive para recobrar un tesoro perdido, la luz verde en la otra orilla del agua. Su rasgo distintivo es el "extraordinario don para la esperanza". De manera inmejorable, la novela termina con la frase: "Así seguimos, botes contra la corriente, devueltos sin cesar al pasado".
Fitzgerald dejó este apunte en sus cuadernos: "Toda juventud no es más que un sueño, una forma de locura química".
Esa juventud cumple cien años.