Si Dios es la ficción más contagiosa concebida por la humanidad -aún hoy, millones la siguen creyendo a pie juntillas-, la Iglesia se ha valido de ella para construir la institución más antigua, sólida, jerárquica e impermeable al cambio del planeta. Mientras que el judaísmo y el islam, así como otras variedades del cristianismo, han optado por una estructura más o menos descentralizada, el catolicismo ha erigido una pirámide que, pese a las distintas rebeliones en su contra operadas a lo largo de los siglos, ha conseguido mantenerse incólume. Su pervivencia no se ha debido, como en otras empresas, a su capacidad de adaptación, sino justo a lo contrario: a presentarse como lo único que permanece inamovible en medio del tránsito y del caos.
Quienes han intentado transformarla desde adentro han siempre fracasado: o bien han sido expulsados -marginados o de plano excomulgados- o bien han terminado en la hoguera. Los escasos cambios que ha experimentado su doctrina en los últimos mil quinientos años solo han reforzado su intransigencia, como en el caso de la infalibilidad papal, establecida apenas en 1870. Una institución que se presenta como garante de la Verdad -de la única Verdad- no puede darse el lujo de admitir desviaciones y menos aún revoluciones. De modo que sus más arriesgados reformadores de los últimos tiempos, Juan XXIII y Francisco, han debido conformarse con cambios menores a la actuación cotidiana de la Iglesia, sin actualizar o modernizar ninguno de sus dogmas.
Pese a sus intentos, hoy la Iglesia sigue siendo tan autoritaria, patriarcal, sexista, homofóbica y excluyente como la soñó San Pablo, su auténtico fundador. Cuando un sinfín de textos bíblicos refuerzan cada uno de sus sesgos -cada domingo se repite, sin importar sus añejos prejuicios, que son "palabra de Dios"-, poco margen de maniobra queda para cualquier aggiornamento. No hay remedio: se habla en nombre de un Padre que tuvo un solo Hijo varón de una madre virgen. Consciente de que tocar así sea una coma del dogma era imposible, Francisco se concentró en limar los aspectos más anquilosados de su práctica. Ya ello le valió el repudio de los sectores más conservadores de la Iglesia, para quienes incluso las posiciones más moderadas -no condenar al infierno a los homosexuales, abrir la puerta a las mujeres a tareas menores- son inaceptables.
En otras palabras: para un dinosaurio, un paso equivale a un maratón. Frente a los fariseos que lo rodean, Francisco luce -al menos en cada uno de los obituarios que se le han hecho- como un Robespierre. Nada más alejado de los hechos: pese a sus innegables esfuerzos -en cada entrevista que concedió demostró ser un hombre culto, informado y razonable-, la Iglesia sigue siendo idéntica a como la recibió de manos de Benedicto XVI. Ni su apuesta por la sinodalidad -una pizca de descentralización- ni sus condescendientes declaraciones en favor de las mujeres o de la comunidad gay han ofrecido ningún resultado concreto, mientras que su combate a la pederastia, ya iniciado por su predecesor, tampoco ha sido suficiente para transformar una impunidad que deriva de la obsesión con el celibato y el secreto o con la posibilidad de que todo pecado se perdone con una simple confesión privada.
Como reformador de la Iglesia, Francisco no logró imponerse y en muchos casos ni siquiera lo intentó. Si resulta una de las figuras más atractivas de nuestra época desprovista de referentes se debe, más bien, a su estatura política: su encendida devoción por los migrantes, en una época en que son justo aquellos que se definen como defensores de los valores cristianos quienes más se empeñan en discriminarlos, maltratarlos y expulsarlos -de Trump a cada líder de ultraderecha en Europa-, resulta sin duda admirable. Poco importa, en términos doctrinales, quién vaya a sucederlo -"conservadores" o "liberales" apenas tocarán a la Iglesia-, pero ojalá sea alguien que no claudique en su defensa: son los migrantes quienes hoy representan, mejor que nadie, a esos pobres a los que Jesús prometió el Reino de los Cielos.