El 9 de diciembre de 2019, en el majestuoso Palacio del Elíseo en París, Vladimir Putin y Volodimir Zelenski se dieron la mano por primera y última vez. En una reunión histórica que muchos creían perdida para el recién electo presidente de Ucrania, ambos líderes se sentaron en la misma mesa con un objetivo en común: poner fin a un conflicto que, en la práctica, había comenzado en 2014. Zelenski, con apenas 41 años y seis meses en el cargo, enfrentaba las intrigas y manipulaciones de un exagente de la KGB que llevaba dos décadas atrincherado en el Kremlin.
Las cámaras captaron el apretón de manos y el mundo quiso ver en esa imagen la posibilidad de una salida negociada para una guerra que ya había cobrado demasiadas vidas. Pero el gesto quedó en nada. La cumbre del Formato de Normandía se vio marcada por la desconfianza y la brevedad de un diálogo a solas que apenas dejó promesas en el aire.
Seis años después, la guerra no ha hecho más que recrudecer. Ahora, nos acercamos a un nuevo encuentro: este jueves 15 de mayo, Putin y Zelenski volverán a verse las caras, esta vez en Estambul. De concretarse, será el primer cara a cara desde el inicio de la invasión rusa a gran escala en febrero de 2022. Sin embargo, el anuncio genera más escepticismo que expectativa. Putin ha rechazado la propuesta de un alto al fuego de 30 días impulsada por Ucrania y los países europeos, y su repentino interés en negociar despierta más sospechas que esperanza. En los pasillos diplomáticos y las capitales occidentales, la cita en Estambul se percibe como una jugada táctica de Moscú: una fachada de diálogo diseñada para aliviar presiones internacionales y ganar tiempo. Al optar por una mesa de negociación sin compromisos concretos, el Kremlin busca proyectar disposición al diálogo mientras consolida posiciones estratégicas en el terreno. No es un gesto de paz, es una farsa cuidadosamente diseñada para ganar tiempo.
No sería la primera vez. Cada vez que Moscú se ha visto acorralado por sanciones económicas o reveses militares, la opción de sentarse a negociar reaparece en el discurso de Putin, sólo para desvanecerse cuando las condiciones vuelven a ser favorables para el Kremlin. Hoy, la economía rusa está bajo presión y el respaldo militar de Occidente a Ucrania se mantiene firme, pese a los intentos de dividir a los aliados europeos. Estambul es, para Putin, la oportunidad para proyectar una imagen de moderación y buena voluntad que, en la práctica, difícilmente se traducirá en cambios sustantivos sobre el terreno.
Zelenski, por su parte, enfrenta un dilema complejo. Aceptar el encuentro sin garantías claras podría interpretarse como un gesto de debilidad, una concesión simbólica al agresor. Pero rechazarlo sería cederle a Putin la narrativa de que Ucrania no está dispuesta a dialogar, relato que Trump y la Casa Blanca han impulsado para justificar su reticencia a apoyar a Kiev. Zelenski sabe que el respaldo de sus aliados depende, en buena medida, de proyectar apertura diplomática, incluso si las condiciones para un acuerdo real son prácticamente inexistentes. Para Europa, la cita en Estambul es un dilema: apoyar un diálogo sin garantías o arriesgarse a un conflicto congelado que siga desangrando a Ucrania.
Desde el inicio de la invasión, Ucrania ha dejado clara su posición: no habrá concesiones territoriales y cualquier negociación debe respetar la integridad territorial del país. Rusia, en cambio, exige el reconocimiento de Crimea como territorio ruso y el control de las regiones ocupadas en el Donbás. Son líneas rojas infranqueables, posiciones irreconciliables que pueden transformar cualquier intento de negociación en un ejercicio estéril.
Estambul será, en el mejor de los casos, un espejismo diplomático. Un escenario cuidadosamente montado para que Putin muestre al mundo que está dispuesto a hablar, aunque no esté interesado en la paz. Para Zelenski, será otra prueba de fuego: defender la soberanía de Ucrania sin caer en la trampa de una negociación vacía. En esta guerra, las mesas de diálogo no son puntos de llegada, sino estaciones de paso; pausas estratégicas en un conflicto que, para Moscú, no se resolverá con firmas, sino con fronteras redefinidas por la fuerza.
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