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España sin luz

JUAN VILLORO

Un apagón sin precedentes en España cambió por unas horas el paradigma de la vida: el mundo volvió a ser analógico.

Supuestamente, nacer en lunes te condena a trabajar, y no he podido contradecirlo. El 28 de abril estaba en Madrid y escribía bajo una lámpara que se apagó a las 12:33. Ese lunes se convirtió, para unos, en viernes de dolores y, para otros, en domingo de resurrección.

Bajé a hablar con el portero. Me tranquilizó saber que tampoco el resto del edificio tenía luz. Alivia no ser responsable.

Los celulares seguían funcionando y el portero habló con su familia en las afueras de Madrid: tampoco ahí había corriente eléctrica. La buena noticia de no tener que cambiar fusibles pertenecía a un drama superior. Una hora más tarde sabíamos que el apagón abarcaba España, Portugal y una parte de Francia, algo sin precedentes.

En su primera aparición pública, el presidente Pedro Sánchez dijo que no se descartaba ninguna hipótesis. Por lo tanto, la imaginación popular dio con su amenaza favorita: un ciberataque ruso. Los chats de periodistas no fueron ajenos a esta especulación. Un informe (atribuido a CNN en Bruselas) aludía al Kremlin y extendía los daños a Alemania y Finlandia). El líder de la oposición española, Alberto Núñez Feijóo, del Partido Popular, rindió tributo al sinsentido y culpó al gobierno de no informar sobre un suceso inexplicable.

Mientras tanto, 35 mil personas estaban atrapadas en trenes y otras sufrirían el viacrucis de pasar el día y la noche en estaciones. Doce horas después del apagón, los equipos de rescate seguirían tratando de recuperar a los pasajeros de once trenes.

El primer mundo no tiene Plan B. La gente carecía de dinero en efectivo; muy pocos disponían de estufas de gas; los coches no podían salir de algunos garajes porque no había forma manual de abrirlos; lo mismo pasaba con las puertas de los hoteles, carentes de cerraduras; muchos comercios cerraron porque las cajas registradoras no funcionaban; las farmacias fueron incapaces de expedir medicinas con recetas con código de barras que deben ser leídas con lápiz óptico.

Quisimos comprar tomates en una verdulería pero fue imposible que la encargada pasara del primer cliente. Ante la falta de calculadora, demostró que había olvidado la primitiva tarea de hacer sumas.

Como los autobuses no se daban abasto, miles de personas volvieron a sus casas caminando. Al no tener Google, imitaron las sinuosas rutas del Metro. La idea de tomar atajos ya pertenece al pasado.

En su segunda comparecencia, Pedro Sánchez informó que la tragedia se debía a cinco segundos en los que se había fugado gran parte de la energía que llega de Francia. Las causas seguían siendo desconocidas (y tardarán en descubrirse), pero algo queda claro: la interdependencia comporta riesgos (si un tornillo se zafa en Francia, Portugal y España se apagan). Los únicos sitios con luz eran las islas Baleares y las Canarias, que tienen abastecimiento propio.

En las primeras horas de la crisis comprobamos lo insustituible que es la tecnología. El periodista Jacobo García avistó una aglomeración en torno a un supermercado y supo que la planta eléctrica permitía el acceso a internet. Sacó su celular y escribió con los pulgares un artículo para El País en el que comunicaba su asombro ante un mundo que volvía a ser analógico. El paradigma de la vida había cambiado.

En las siguientes horas comprobamos lo sustituible que es la tecnología. Un parque mostraba una realidad alterna. La gente se asoleaba en traje de baño, se disputaban partidas de barajas, unos hacían ejercicio, otros preparaban sándwiches, los niños improvisaban obras de teatro, los perros corrían sin correa, numerosas personas leían libros en papel.

De vuelta al barrio, nos acercamos a un grupo que escuchaba un radio de transistores sobre un container de basura. La comunidad compartía noticias y chismes locales. Los negocios de franquicia habían cerrado, pero las cervecerías estaban repletas. Voluntarios de chaleco amarillo dirigían el tráfico y los vecinos inauguraban la magia de saludarse.

Con todo, la sensación de riesgo seguía presente. La llegada de la noche hizo que añoráramos las lámparas. "Hay luz en Quevedo", informó una señora. Fuimos ahí en busca de un contagio. Admiramos los semáforos encendidos como si fueran árboles de Navidad.

A las 10:30 de la noche, ya en el departamento, volvió la luz y demostró que sigue siendo más rápida que el sonido.

Segundos después oímos que Madrid gritaba.

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Escrito en: Ático Columnas Editorial Denise Dresser

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