El cantante Chris Martin estaba empapado de sudor. Su camisa azul claro se le pegaba a la piel, y su cuello era un espejo.
El concierto de Coldplay estaba llegando a su fin y, de pronto, Martin dejó de cantar y le pidió a la banda que parara a la mitad de la canción "A Sky Full of Stars". Silencio total. ¿Qué pasó? "Lo único que les pido es una sola canción, en esta era de la internet en que todo es tecnología, en que estemos juntos como un solo grupo", le imploró el cantante, casi de rodillas, a los 42 mil espectadores en el estadio de la universidad de Stanford. "¿Podemos cantar una sola canción sin filmar, sin celulares, sin cámaras, sin Twitter, sin Grindr, sin Instagram, sin Snapchat, sin TikTok? Lo que tengas, guárdalo por cinco minutos. ¿OK? Y solo quédate con nosotros".
Irónico que este pedido de no usar celulares ocurriera en el mismo centro de Silicon Valley, esa zona industrial donde surgió y se desarrolló la revolución tecnológica que estamos viviendo. Fue como pedirle a un católico no rezar en el Vaticano.
La banda volvió a tocar la misma canción, pero esta vez desaparecieron las lucecitas de los celulares en todo el estadio. Pasaron, quizás, dos o tres minutos antes de que poco a poco los espectadores volvieran a sacar sus teléfonos. El experimento duró solo un momento, pero refleja perfectamente la adicción que tenemos a la tecnología. En mi época - tengo 67 años - cuando ibas a un concierto era para escuchar al cantante o al grupo, te quedabas sentado casi todo el tiempo y al final, si lo ameritaba, te parabas y aplaudías para mostrarle tu aprobación y admiración al artista. En los conciertos de ahora la audiencia canta junto al artista, se para y baila, y en muchos casos se graba en su celular. Hay mucha más interacción. Hoy es impensable ir a un concierto, a un evento o a un viaje y no registrarlo en las redes sociales.
Vivimos con el celular. Dormimos con el celular. Y la simple idea de no utilizarlo, aunque sea solo por unos minutos, suena a rebeldía. O a salud mental.
Nos pasamos la vida "escroleando". Esto viene del nuevo verbo escrolear, que es la hispanización de la palabra "scroll" en inglés. A la Real Academia de la Lengua Española no le gusta escrolear, y prefiere el uso de "desplazarse" (por la pantalla). Lo que pasa es que cuando uno está escroleando y pasando con un dedo de un video a otro, de una imagen a otra, no solo estás desplazándote verticalmente y hacia abajo en la pantalla del celular sino, también, entrando en una aturdida zona mental caracterizada por la repetición y por las pequeñas recompensas. Cada video es como un premio o un mini postre. Y se vuelve visualmente adictivo. Un vicio.
El algoritmo de las redes sociales nos va alimentando con aquello a lo que le dedicamos un poquito más de tiempo. Así, si me pongo a ver goles y puntos largos de tenis, al poco tiempo me van a aparecer Lionel Messi y Rafael Nadal en mi flujo de contenido. Lo mismo pasa con la ropa, las teorías conspirativas, las medicinas y los sitios para conseguir pareja. Te detienes unos segundos de más en un tema o producto y al rato estás inundado de lo mismo.
¿Cuánto tiempo pasamos escroleando? Demasiado.
Los estadounidenses pasan casi dos horas y media al día, en promedio, escroleando productos que quisieran comprar o lugares a donde quisieran estar, según una encuesta publicada por el diario The New York Post. Es decir, se pasan casi 36 días al año escroleando como consumidores potenciales. Y esta encuesta no incluye todo el tiempo que se pasan en las redes sociales viendo videos de gatos y gente cayéndose.
Este no solo es un problema americano. Un reporte publicado en España por el diario El País indica que, en promedio, una persona ocupa cinco horas al día "con el cuello doblado y las yemas de los dedos desplazándose en una pantalla". Y a esto hay que sumarle las 110 horas al año que nos pasamos buscando el programa ideal en Netflix, Hulu, Apple TV, Amazon Prime o en otras plataformas, de acuerdo con la revista Fortune.
El único lugar donde uno no puede escrolear a gusto es cuando estamos manejando un coche (excepto los conductores más temerarios). Pero hasta eso va a cambiar muy pronto.
Aquí en San Francisco me subí a un robotaxi, o un auto sin chofer. Era un Jaguar blanco con sensores en el techo y en las cuatro esquinas. Hay que meterse en la aplicación de Waymo, solicitar el auto en el lugar exacto y establecer el destino. Te dan una hora de llegada y abres el seguro del auto desde tu celular. Me llevó desde Fisherman's Wharf hasta la zona del Embarcadero, donde estaba mi hotel. El auto no titubeó ni una sola vez, se paró en todos los semáforos y señales de alto, y me sentí perfectamente seguro. Además, pagué menos que un servicio equivalente de Uber. Waymo ya tiene 1500 robotaxis en funcionamiento en las ciudades de San Francisco, Los Ángeles, Phoenix y Austin. Y esperan muy pronto añadir otros 2 mil.
Durante mi traslado, iba poniendo mucha atención a lo que ocurría - el auto puso música suave y un mapa en la pantalla indicaba dónde íbamos y a qué hora llegaríamos - pero si hubiera querido escrolear, habría sido fácil y seguro. Aquí, en San Francisco, me subí al futuro.
El escrolear es la nueva pandemia. Toca a todos y no hay una vacuna. En el diario The New York Times, encontré un artículo que sugería tres cosas para salir de la adicción a escrolear: crear un plan para controlar tu tiempo, practicar meditación y conectar con otros seres humanos (no con máquinas). Pero todo eso requiere tanto esfuerzo que será mucho más fácil leer esta columna escroleando en tu celular.