Se ha venido discutiendo en México el nuevo marco legal para las tareas de investigación policial en el país. Por una parte, los críticos más radicales hablan de la instauración de un estado policiaco y una regresión en la tutela de los derechos fundamentales de los investigados. Por la otra, los voceros obsequiosos del régimen ahora apoyan incondicionalmente aquello que criticaban ferozmente hace algunos años. La verdad es que este es un tema que no admite análisis sesgados.
La seguridad pública es una tarea elemental en un Estado moderno. El monopolio del uso de la fuerza legal en manos de la autoridad es un requisito indiscutible para mantener el orden en una sociedad civilizada. Desde hace siglos quedó claro que el principal obstáculo para instaurar un orden social es la violencia. La ley del más fuerte, cuando arrasa a los más débiles y vulnerables, es la antítesis de un Estado democrático. Es cierto que hoy esa ley se esconde en la corrupción y en la ineficiencia policial que genera la impunidad. Por ello, es necesario contar con una autoridad que esté por encima del conflicto y con la fuerza para someter a los poderes fácticos al cumplimiento de la ley. Al final, la impunidad es aquel reclamo que hacemos los que cumplimos con la ley, frente a aquéllos que se ven liberados de ese deber, ya sea por su poder económico o político.
Hoy, el país presenta un panorama gravísimo de debilidad institucional frente a las organizaciones criminales. Años de trivialización sobre este peligro dieron lugar a un agravamiento de las condiciones de estabilidad política y social en el país. La penetración del crimen organizado en instancias locales ha implicado una toma de control territorial que da lugar a hablar de instituciones fallidas en algunas zonas del país. Esta situación ha sido reconocida y está siendo combatida por las instancias federales en materia de seguridad. Hoy existe una rectificación importante en esta materia respecto al pasado. Negarlo no sólo es mezquino sino torpe. Fortalecer los ámbitos legítimos de acción de la autoridad para combatir el delito, es una exigencia profundamente democrática.
Claro que no se trata de expedir cheques en blanco. Una de las tareas fundamentales de la democracia es garantizar y exigir medios razonables para el cumplimiento de fines valiosos. Por ello, el fin por sí mismo no justifica la aplicación de cualquier medio. El carácter regresivo de la reforma judicial reciente complica enormemente la posibilidad de un control eficiente y efectivo sobre los poderes públicos. En el mejor de los casos, viene una época de gran desconcierto, en el caso más grave, una corrupción generalizada en los tribunales. Sin embargo, la necesidad de dotar a la autoridad de herramientas necesarias para superar los riesgos inmediatos de la violencia criminal nos obliga a permanecer vigilantes frente a los abusos de su implementación. La vida de las instituciones es dinámica. Los riesgos de esta estrategia deben ser administrados a partir de su implementación. La situación no admite pausas.
Habrá que analizar con claridad qué tan peligrosos son los riesgos de la militarización de la seguridad pública. No olvidemos que en las últimas décadas nuestros soldados y marinos han sido consistentemente entrenados en esta materia. Con ello, quiero señalar que venimos de un proceso de civilización de las fuerzas castrenses en materia de seguridad pública.
Así también debemos precisar cuándo la investigación de los delitos debe descansar sobre la discreción de los cuerpos de seguridad pública y, cuándo debe exigirse supervisión judicial para evitar la arbitrariedad.
Ambas reflexiones son medulares para atravesar el estado de vulnerabilidad que hoy existe en muchas partes del país, frente al poder de las organizaciones criminales.