Este fin de semana, Israel Villarta Cisneros recuperó su libertad tras veinte años de reclusión. Como es sabido, fue uno de los acusados por secuestro en el polémico caso Florence Cassez, y protagonista de uno de los más grandes montajes policiales transmitidos en televisión nacional, que además desató un escándalo internacional. Una jueza federal ordenó su liberación al determinar que la Fiscalía General de la República no logró acreditar su participación en los delitos por los que fue detenido. Vallarta pasó detenido dos décadas en prisión sin una sentencia que justificara su encierro. Se trata no sólo de uno de los procesos más mediáticos, sino también de los más controvertidos y amañados del sistema de (in)justicia mexicano.
Este hecho remite inevitablemente otro de los casos más documentados de la historia judicial de México: el llamado caso Wallace, sobre el cual Ricardo Raphael ha escrito un extraordinario libro titulado "Fabricación" [SeixBarral, 2025]. Hace apenas un mes, una de las mujeres acusadas por el plagio y asesinato de Hugo Alberto Wallace, Juana Hilda González, fue liberada tras casi dos décadas de reclusión, gracias a un recurso de amparo atraído por la Suprema Corte de Justicia de la Nación. La histórica sentencia nos recuerda que la gravedad de un delito imputado no puede, en ninguna circunstancia, justificar la violación de los derechos de las personas procesadas. El proyecto del ministro Ortiz Mena echó abajo la declaración que había "justificado" la condena de 78 años impuesta a Juana Hilda González, al demostrar que fue obtenida bajo tortura. Esta confesión no sólo la incriminaba a ella y a sus coacusados: era el pilar sobre el que se fabricó todo el asunto.
Sin embargo, este proceso sigue abierto. Permanecen en prisión otras personas, en espera de que se resuelvan sus amparos -César Freyre, y los hermanos Albert y Tony Castillo-, así como dos más -Jacobo Tagle y Brenda Quevedo- que, a pesar de llevar años de reclusión, siguen esperando una sentencia.
Más allá de sus diferencias, experiencias como estas revelan con crudeza los patrones estructurales de un sistema penal podrido: detenciones arbitrarias, procesos burocráticos viciados, tortura, vejaciones y tratos inhumanos al interior de las prisiones; la fabricación de pruebas, la manipulación de escenas de detención y la obtención de confesiones bajo coacción física y psicológica; la complicidad (activa o pasiva) de agentes del Ministerio Público y policías corruptos; la presión política a la que pueden ceder los jueces que deben garantizar derechos. Y, como si no bastara, la (sobre)exposición mediática que trató a los acusados como culpables, mediante coberturas sesgadas que replicaron las versiones oficiales, sin contrastarlas, alimentando narrativas de culpabilidad casi imposibles de revertir, incluso antes de que existiera una sentencia.
Pero, sobre todo, estos casos nos obligan pensar en todas las personas atrapadas en el limbo del abigarrado laberinto que representa el sistema (in)justicia mexicana. En quienes han sido arrojados en una celda arbitrariamente, en quienes han sido acusados injustamente, en aquellos que han sufrido en carne propia los peores abusos, y cuyas vidas -al igual que la de sus seres queridos- han sido destrozadas. En México, miles de personas han sido privadas arbitrariamente de su libertad durante años, esperando ser escuchadas, amparadas y protegidas contra el fuerte y el arbitrario.
Una de las representaciones gráficas más crudas de esta realidad se encuentra en la icónica obra de Rafael Cauduro, particularmente en el archivero del mural "Un clamor por la justicia. Siete crímenes mayores", que paradójicamente se exhibe en las propias instalaciones de la SCJN. Nos recuerda que detrás de cada expediente está en juego la libertad, la integridad y patrimonio de una persona.
Y, sin embargo, no encuentro una voz más elocuente para expresar esta tragedia que la de Brenda Quevedo, una de las mujeres acusadas en el caso Wallace, y quien lleva recluida diecisiete años sin sentencia: "Una vez que te encierran en la cárcel, la posibilidad de defenderte se reduce al mínimo. Necesitas vivir la experiencia para entender hasta qué punto pueden anularte. Antes yo era igual a cualquier otra persona, hacía oídos sordos y ojos ciegos ante lo que pasa en las cárceles". Las palabras de Brenda, recogidas también en "Fabricación" [SeixBarral, 2025, p. 143, versión Kindle], son al mismo tiempo una advertencia: cualquiera de nosotros puede convertirse en víctima de los peores vicios del sistema. Porque tales abusos no son excepcionales; son la expresión sistemática de un "modelo de justicia" que humilla antes de probar, que encierra antes de investigar y que castiga antes de juzgar. Ante esta realidad, la palabra "justicia" no sólo parece una promesa rota, sino una ficción sostenida por la impunidad.