Si una se sumerge en lecturas recientes sobre el estado de salud de la democracia mexicana, resulta desconcertante observar cómo el debate público tiende a polarizarse: por un lado, quienes consideran que vivimos su ocaso; por otro, quienes, incluso reconociendo signos preocupantes, minimizan su gravedad. Lo más inquietante de esta última postura es la aparente indiferencia frente a lo que se está perdiendo. Como si lo que alguna vez se logró -construir una democracia electoral más o menos funcional- no valiera demasiado la pena.
Para estos sectores, no hay mucho que lamentar: o bien porque nunca tuvimos una verdadera democracia, o bien porque la nuestra siempre fue disfuncional, incompleta, apenas una caricatura de lo que debió haber sido. Desde esa lógica, lo electoral habría sido sólo fachada raquítica, sin efectos reales sobre la justicia social. Así, la democracia mexicana sería poco más que una "metanarrativa" impuesta por las élites, un relato reproducido por la clase media urbana, incapaz de enraizarse en los sectores populares. Una promesa fallida que, por no haber cumplido sus objetivos, puede desecharse sin mayor duelo.
Este juicio olvida que los avances democráticos -por imperfectos que hayan sido- no fueron una ilusión, sino una conquista paulatina, producto de luchas, reformas, acuerdos y movilizaciones sociales. Se trató de un proceso histórico que buscó, como reclamaba Norberto Bobbio, construir un método para tomar decisiones colectivas con el máximo de consenso y el mínimo de imposición. Puede que la democracia no haya traído consigo justicia social, pero ¿acaso una autocracia sí lo hará? ¿Prescindir de la democracia permitirá, al fin, alcanzar los fines sociales que ella no logró asegurar?
Es cierto: la democracia no garantiza por sí sola mayor justicia social. Pero tampoco su contrario es cierto: menos democracia no asegura mayor bienestar social para la mayoría de la población. No hay megaproyectos faraónicos ni los subsidios masivos que alcancen para que este gobierno pueda mitigar los problemas estructurales de los que padece nuestra sociedad: pobreza y desigualdad. Lo que sí está claro es que, en nombre de una "transformación", se están desmontando pilares fundamentales de nuestro régimen democrático y constitucional.
Preocupa el intento de reducir lo que ocurre hoy con una errónea identificación del presente con un presunto vuelco al viejo orden del pasado, señalan aquellas voces críticas que se resisten a reconocer que el régimen político se asemeja cada vez más al paisaje político de los años 70: un partido hegemónico, supermayorías en el Congreso y las legislaturas locales, poder judicial doblegado al poder político y sin instituciones de rendición de cuentas. El proceso de regresión democrática no es una sensación infundada, puede documentarse en reformas constitucionales impuestas sin diálogo, debilitamiento de contrapesos institucionales, captura de órganos autónomos, eliminación de los mecanismos de transparencia, subordinación del Poder Judicial e intentos de cooptación del sistema electoral.
Estamos transitando por un camino opuesto al que se forjó durante las últimas cinco décadas. Si el avance democrático fue lento, negociado y plural, la regresión actual es vertiginosa, unilateral, impuesta por la hegemonía parlamentaria y como un acto reflejo de la voluntad presidencial. La "Cuarta Transformación" ha utilizado su legitimidad de origen para desmantelar los controles del poder, particularmente sobre al poder ejecutivo. La figura presidencial vuelve a ocupar el centro del sistema, rodeada de un aparato institucional subordinado, y acompañada por un preocupante entrelazamiento con el poder militar y, de forma tácita o permisiva, con poderes fácticos como el crimen organizado.
El argumento de que nuestra democracia era disfuncional no justifica su destrucción. Sí, hubo fallas estructurales: ausencia de contrapesos eficaces, autocratización de los gobiernos locales, corrupción e impunidad. Pero en lugar de corregir esas fallas, hoy se amplían los márgenes para la arbitrariedad, los abusos, el acoso y la persecución política.
Actualmente estamos frente a un nuevo andamiaje institucional que configura un cambio de régimen: una transformación profunda del Estado mexicano hacia un modelo más autocrático, menos plural, con una debilitada independencia entre poderes y en el que el apego a la legalidad parece opcional. El replanteamiento de las reglas del juego electoral no busca su fortalecimiento, sino su control por parte del gobierno. Es cierto que actualmente no hay alternativas reales que puedan disputarle el poder al oficialismo, pero la anunciada reforma electoral -con la eliminación de la representación proporcional, la reducción del financiamiento a los partidos, la desaparición del INE y su sustitución por un árbitro electo por voto popular- hará más difícil una alternancia en el mediano plazo por un debilitamiento deliberado de las condiciones que hacen posible la competencia política.
Morena y sus aliados saben que su permanencia en el poder por varios sexenios no puede depender únicamente del respaldo mayoritario en las urnas. Por eso impulsan cambios jurídicos que les permitan garantizar su hegemonía. De aprobarse en sus términos, la reforma electoral abrirá paso a un país con menos espacios para la disidencia, mayor desigualdad política y más posibilidades de control político de los resultados electorales. Quizá entonces, quienes no tienen empacho en reducir a la democracia como una maquinaria al servicio del partido dominante -es decir, como "la imposición de la voluntad mayoritaria sobre las otras voluntades"- consideren que el sistema por fin funciona como se debe.
La democracia no se desmantela con un solo acto, sino con una acumulación estratégica de decisiones y reformas que minan su arquitectura. El resultado no es un simple retroceso, sino la instalación de un nuevo régimen político menos democrático. No es tiempo de melancolía, sino de claridad: estamos dejando atrás una democracia imperfecta, pero real, para entrar en un orden cada vez más autoritario. Y eso exige ser nombrado y confrontado.