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El muro invisible: el costo de contener la migración en México

LISANDRO MORALES SILVA

México no tiene un muro como el que soñaba Donald Trump, pero ha aprendido a actuar como si lo tuviera. Desde hace algunos años, por presión directa de Estados Unidos, nuestro país ha asumido un papel incómodo y contradictorio: el freno migratorio regional. Lo hace sin alarde, sin reforma legislativa, sin discurso oficial, pero con eficacia. Miles de personas que huyen del hambre, la violencia, las dictaduras o el colapso institucional en sus países son hoy retenidas en territorio mexicano mediante una política de contención que ni los protege ni los expulsa. Se quedan, sí, pero se quedan varados, atrapados en la burocracia, en la precariedad y, sobre todo, en una sociedad que tampoco los quiere.

En el sur del país, Tapachula ha sido descrita por organizaciones de derechos humanos como una "ciudad cárcel". Migrantes de Haití, Venezuela, Cuba, Honduras, África e incluso Asia quedan detenidos de facto allí, a la espera de que el Instituto Nacional de Migración decida si expide un permiso, ordena un traslado o simplemente los ignora. La espera puede durar meses, en ese tiempo los municipios colapsan: los hospitales, los albergues, los servicios de agua, basura y seguridad no dan abasto. La desesperación se vuelve moneda común. Muchos migrantes, sin opciones legales ni apoyo institucional, caen en redes de tráfico de personas, falsificación de documentos o incluso prostitución. La frontera sur es hoy el primer filtro del muro invisible.

Y luego está la Ciudad de México. Aquí, la contención no se ejerce por la fuerza, sino por abandono. Las calles de alcaldías como Iztapalapa, Tláhuac, o Gustavo A. Madero han visto surgir campamentos improvisados donde las familias migrantes viven en condiciones precarias y muchas veces sin servicios básicos. En 2023 el gobierno capitalino intentó ofrecer casas de asistencia y vuelos humanitarios para desalentar esta presencia, pero el fenómeno no desapareció. La razón es simple: México no quiere deportar, porque no tiene obligación legal de hacerlo, pero tampoco quiere dar acogida plena. Lo deja todo en pausa. La pausa se llama calle, y dura lo que dure el olvido.

A esta precariedad institucional se suma una violencia más soterrada pero igual de hiriente: el racismo cotidiano que ejercemos los propios mexicanos. Nos incomoda la pobreza en nuestras banquetas, pero aún más cuando la pobreza tiene piel oscura, acento caribeño o la ropa desgastada de alguien que lo ha dejado todo por buscar una vida mejor. Los migrantes en México no solo enfrentan el abandono del Estado, también la hostilidad de la sociedad. Se les mira con sospecha, se les rechaza en viviendas, en trabajos, en escuelas. Se les acusa de ensuciar, de robar, de alterar el orden. Se les convierte en chivo expiatorio de nuestras propias frustraciones sociales.

Es una ironía cruel que en un país de migrantes con millones de connacionales trabajando en Estados Unidos, muestre tan poca empatía con quienes hacen exactamente lo mismo que nuestros paisanos allá: buscar una vida mejor para ellos y sus familias. Nos duele la discriminación que sufren los mexicanos al norte del río bravo, pero las reproducimos con total naturalidad cuando los migrantes son ellos y el país receptor somos nosotros.

El problema no es la migración, México ha sido históricamente tierra de paso, de refugio y de mezcla. El problema es una simulación de una política migratoria subordinada a intereses de otro país. Estados Unidos no exige deportaciones masivas; lo único que pide es que los migrantes no lleguen a su frontera. México cumple ese encargo a su manera: contiene, dispersa, reubica, posterga. El resultado es el mismo: un muro sin ladrillos, construido con papeles, burocracia, omisiones, desesperación y silencio.

En este modelo nadie gana. Los migrantes quedan atrapados en un país que no los quiere, pero tampoco los deja seguir su camino. Las ciudades como Tapachula y CDMX pagan el costo humano y social de una política ajena. Y los mexicanos en lugar de ver en estos rostros una historia común, preferimos verlo como amenaza. Si México aspira a ser un país que se respete a sí mismo, necesita diseñar una política migratoria digna, soberana y justa. Porque ningún muro, ni visible ni invisible, puede sostenerse para siempre sin desmoronarse sobre quienes lo habitan.

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