En el último medio siglo, México ha experimentado versiones de hegemonía partidista, competencia electoral, autoritarismo, dictadura "perfecta", democracia incipiente y de vuelta a una creciente obstinación cuasi hegemónica. En el ínterin, hubo momentos de cerrazón, apertura, libertad, intentos de sometimiento, coletazos de dinosaurio, extorsiones, amenazas, mucha discrecionalidad y arbitrariedad y "otros datos". Algo similar ha ocurrido en el plano económico: economía centralizada, inflación, crisis financiera, apertura renuente, competencia dirigida, semimercado, libre comercio y ahora incertidumbre arancelaria. La economía y la política han ido interactuando y entremezclándose entre versiones de capitalismo e imposición estatal sin resolver, bien a bien, un modelo funcional sostenible. El tenor actual parece un intento mediocre de imitación del modelo chino, muy a la mexicana.
El primer gran intento de reforma, a partir de los ochenta, fue simultáneamente ambicioso y limitado. Ambicioso por el reconocimiento del cambio que había experimentado el mundo, el fin de la viabilidad del proyecto económico semiautárquico y la urgencia de desatar las fuerzas, recursos y capacidades del país -gobierno, empresarios, trabajadores y ciudadanos- para la construcción de una economía moderna y creciente. La culminación de ese esfuerzo fue el TLC norteamericano, donde, a decir tanto de los equipos canadienses como estadounidenses, el motor conceptual había sido provisto por el grupo mexicano. Aunque no todo era perfecto en el proyecto, como nada en la vida lo es, el esquema era claro, coherente y sistemático.
La extraordinaria ambición que reflejaba el proyecto económico no contaba con un similar asidero político. En la era de glasnost y perestroika, México apostaba por una transformación económica que no afectara a la estructura del sistema político. Cualquiera que sea la perspectiva que uno tenga al respecto, dos cosas me parecen evidentes: una, cualquier partido gobernante procura acciones que le rindan beneficios electorales y aquel gobierno cumplía con esa lógica al dedillo. Por otro lado, visto en retrospectiva, es evidente que el análisis que llevó a determinar que la estructura económica era insostenible y que, por lo tanto, demandaba ser reformada, también aplicaba a la política.
Cuando se dio la apertura política, a mediados de los noventa, ésta fue, como la iteración anterior, igualmente ambiciosa pero limitada y, en retrospectiva, demasiado optimista. Ambiciosa porque se construyó el IFE independiente -seguido de toda la parafernalia de entidades y organismos autónomos que eran necesarios para una economía de mercado y un sistema político democrático-, todo esto bajo la expectativa, compartida por gobierno y activistas, de que con sólo crear un piso parejo el sistema político se transformaría en una democracia funcional, casi idílica. Las décadas que siguieron fueron mostrando lo ingenuo que había sido el proyecto, toda vez que no se había construido una gobernanza que hiciera funcional la relación entre estados y gobierno federal o entre los poderes de la unión, a la vez que habían desaparecido los mecanismos que habían hecho posible la existencia de una semblanza de seguridad para la ciudadanía sin que nada los substituyera. Es decir, pasamos de un sistema semiautoritario a uno dependiente de la buena voluntad de los actores, con gobiernos que, de facto, eran cada vez más enclenques y menos responsivos a las necesidades de la ciudadanía y de una economía moderna y creciente.
El primer intento de reversión provino del gobierno de Peña Nieto, quien personificaba una contradicción permanente entre su deseo por reconstruir la vieja presidencia omnipotente en paralelo con la construcción de una economía moderna. Aunque nunca desapareció lo primero, las reformas que impulsó ese gobierno (independientemente de las torpezas con que eso se realizó) tuvieron prioridad.
AMLO no tuvo similar escrúpulo o limitación. Para él lo importante era alterar el orden político para construir una nueva hegemonía que le diera viabilidad de largo plazo a Morena, donde el partido, a diferencia de la presidencia, tendría primacía. En el camino dejó de ser relevante el crecimiento de la economía porque el objetivo era el control social y político a través de las transferencias en efectivo y los llamados "siervos de la nación".
Mientras que el gobierno pasado se guio por el instinto de un político veterano, el actual busca articular y formalizar una estructura administrativa de control quizá inspirada en la forma de actuar del gobierno chino (promover el crecimiento a cualquier costo) pero tropicalizada, porque los mexicanos no son dados a aquella disciplina férrea. Donde el proyecto en nada se asemeja al asiático es en la claridad de los incentivos que allá hicieron funcionar a la actividad económica por varias décadas. El "Plan México" es un planteamiento político muy claro, pero con pies de barro porque se fundamenta en una visión poco realista del entorno económico que caracteriza al país y a la imperativa necesidad de proveer certeza y protección a la inversión privada. Las oportunidades siguen siendo inmensas, pero no se materializarán hasta que el velo ideológico desaparezca.