Remuevo una y otra vez los restos de mi memoria, pero no encuentro ejemplo más claro del macabro juego del tiempo con los hombres.
Evoco entonces de nuevo al funcionario del poder Ejecutivo de un estado norteño, quien enfermo de soberbia me invitó a su despacho para compartir, sin reparo alguno por el supuesto de la división de poderes, su alegría por concretar el nombramiento de un aliado como presidente del Tribunal Superior de Justicia.
-¡Déjenme solo con Manuel! Antes prepárenos un café -ordenó enérgico el secretario a sus guardaespaldas casi tan pronto como entramos a su amplísimo despacho. Mucho después entendería la razón por la que, a diferencia de otros funcionarios con los que había trabajado, este tenía custodios hasta dentro de su oficina.
-¡Ya fregamos (en realidad usó uno de los verbos más populares en México)! ¡Soy el próximo gobernador! -exclamó convencido, ya con los pies arriba de su escritorio y dando descanso con ambas manos a su nuca.
Quizá algún día narre el caso completo en una novela, pero hoy baste recordar que meses después este personaje, cuya arrogancia le hizo creerse autor del guion de la vida y ajeno a las bromas del tiempo, pasó del sueño de la gloria presupuestal a la realidad de la ignominia carcelaria.
Este recuerdo viene a colación de mi encono matinal contra la magnitud más implacable que puede haber. ¡Cómo quisiera que el tiempo adquiriera la naturaleza humana para echarle en cara algo de lo mucho que me agobia su prisa!
Lo primero que le reclamaría no sería ni el inesperado final de la cuota de horas con las que dota a los hombres ni la injusta distribución de sus minutos.
Tampoco lo increparía por burlarse de las limitaciones de los seres humanos cuando los reta para explicar lo que no tiene principio ni fin.
Tiempo, si por un momento fueras hombre, te exigiría que pidieras disculpas a la humanidad por la extrema crueldad que manifiestas como maestro, pues encierras tus lecciones hasta que a los alumnos que instruyes no les queda más que admitir que siempre tienes razón, y luego señalar la atrocidad que cometes cuando retrasas el uso de tus enseñanzas.
¿Por qué esperar la visión de un cuerpo inerte para admitir lo mucho que querías decirle y ya jamás escuchará?
¿Por qué dedicar toda una vida a la utópica búsqueda de "La Verdad", en lugar de coleccionar momentos de "verdades" y construir con ellos el mejor retrato hablado de la verdad extraviada?
No confundas lo impasible con lo insensible. Si jamás puedes detener tu paso, ¿por qué al menos no te compadeces de quienes en tu transitar se conforman con oír hablar de ti, pero manifiestan indiferencia ante tu incapacidad de retroceder?
Obsérvame si puedes y da fe de la vergüenza que sufro por reconocer la genialidad de Francisco Gabilondo Soler hasta que dejé de ser niño, la de Juan Rulfo hasta que blasfemé diciendo que quería ser escritor, la de Gabriel Figueroa hasta que soñé con pintar un cielo a mi gusto o la de Emilio Fernández hasta que a gritos manifesté el orgullo de mi mexicanidad. ¡Mírame y búrlate también por concebir a destiempo la magnitud del amor que mis padres me profesaron sin más merecimiento que ser su hijo!
Antes de que termine el parpadeo que me concedes en forma de vida, quiero hacerte dos preguntas de urgente respuesta para mi atribulada existencia: ¿me permitirás saber si somos o no parte del "pueblo" quienes pensamos distinto a quienes monopolizan tal sustantivo? ¿Concederás antes de mi última bocanada una ínfima extensión de tu eternidad para renegar de la ciencia y pedirle perdón a la fe?
Tiempo cruel, pese a todo, gracias por impulsar el disfrute de mi fugacidad.