
(DANIELA CERVANTES)
En algunos rincones de Torreón, Gómez Palacio y Lerdo, los corazones de antiguos oficios retumban como un eco obstinado del pasado. Son pulsos débiles pero firmes que se niegan a apagarse en medio de la prisa, la automatización y la cultura del desecho.
Se trata de manos curtidas que tejen, teclean, cosen calzado, o descifran los males de la maquinaria de relojes centenarios. Hombres y mujeres que en aparente silencio resisten el paso del tiempo y permanecen como postales vivientes de una memoria que se niega a ser borrada.
Se ubican dentro de los mercados o en locales remotos de sus alrededores, quizá pasen desapercibidos, pero ahí están. Han superado crisis económicas, momentos adversos y hasta una pandemia, y ahí siguen, como una muestra de resistencia, pero también de esperanza de que lo hecho con las manos aún tiene un lugar en el mundo, esto a pesar de que todo los empuje al olvido.
La desaparición de estos oficios tradicionales explicó el catedrático de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales Miguel Saucedo para este reportaje, responde a un largo proceso de industrialización y urbanización que transformó de raíz la forma en que las regiones, como La Laguna, se relacionan con el trabajo, el consumo y la memoria.
“Muchos oficios que se practicaban en pueblos o ciudades pequeñas fueron absorbidos por el crecimiento urbano. En un inicio sobrevivieron porque todavía había quienes requerían sus servicios, pero la cercanía con Estados Unidos trajo consigo productos desechables, el abaratamiento del plástico y una nueva forma de consumo basada en la cultura del desperdicio”, señaló.
Así, lo que antes era una práctica cotidiana, reparar un reloj o arreglar un calzado, comenzó a volverse obsoleto, incluso innecesario, en una sociedad que, según Saucedo, ha aprendido a tirar antes que a reparar.
A medida de que las vitrinas se llenaron de novedades y las maquiladoras tomaron el lugar de los talleres, los oficios comenzaron a desdibujarse. Ya no bastaba solamente con saber hacer algo bien, ahora se exigía rapidez y versatilidad.
“Cada vez hay menos personas que se identifican con un oficio específico. Incluso dentro de la industria el trabajador se vuelve alguien que ‘hace de todo’, pero no se reconoce en ninguna tarea en particular. Perdemos la posibilidad de saber quién era el zapatero del barrio, el sastre, el relojero, y con eso perdemos identidad”, advirtió el catedrático.
Asimismo, mencionó que se trata de una pérdida silenciosa, pero profunda, porque ya no sabemos qué nombre ponerle a quienes viven de su trabajo, más allá del genérico y anónimo “obrero”.
Con la pérdida del oficio, dijo, se evapora también una forma de construir comunidad. Durante generaciones, esas habilidades transmitidas de mano en mano dieron sentido a los días, tejieron redes de confianza y marcaron las rutas del barrio.
“La gente que aún practica estos oficios lo hace como una forma de anclarse a una manera de ser y de vivir. Es una resistencia cultural. Una forma de decir: aquí estoy”.
Aunque parecieran haber perdido su rentabilidad económica, los oficios tradicionales siguen teniendo un valor social profundo. “Nos hablan de una ciudad que todavía no deja de ser”, expresó el académico, y continuó: nos recuerdan que La Laguna, esa región del desierto que floreció a base de trabajo colectivo, se construyó con esfuerzo, no con promesas de modernidad importada.
“Somos una ciudad que aprendió a sacar el fruto de la naturaleza con muchísimo esfuerzo. Pero eso también se está olvidando”, lamentó.
Un ejemplo claro, mencionó, son las denominaciones que ha tenido la Feria de Torreón a lo largo de los años.
“No se si recordarás que alguna vez fue la feria del algodón, así también de la uva y la sandía, lo cual ilustra con que nos identificábamos. Luego fue la feria industrial y ganadera. Ahora simplemente es la Feria de Torreón. Eso habla claramente de que vamos perdiendo rasgos de identidad como laguneros”.
Por ello, en tiempos donde se impone lo inmediato, volver la mirada a los oficios es volver al origen, porque se puede escribir: en las piezas antiguas de un reloj, la costura que refuerza la calidad de un zapato, o en la silla tejida a base de bejuco, también, aunque poco se reconozca, se escribe la historia de una región como la Comarca Lagunera.
“Me parece interesante que se realicen este tipo de trabajos porque nos hace voltear la mirada en algo que todavía existe y que a veces queremos ya no ver porque forma parte de un pasado que, pareciera, queremos olvidar para sentirnos modernos, pero que, irremediablemente, siguen siendo un ancla, y una forma de ser de una región que hemos construido a lo largo de los años”.
En ese sentido, este diario en un ejercicio de rescate de memoria, buscó algunas voces que aún practican estos oficios para recordar que el progreso no precisamente está en el presente o en el futuro, sino también en los pequeños gestos de quienes día a día sostienen con sus manos lo que fuimos y por cuestiones de identidad no debemos olvidar.
LAS MANOS QUE HILAN LA MEMORIA
Me cruzo con Isaac afuera del periódico. Está bajo la sombra de un árbol. Se dispone a restaurar cuatro sillas de madera a base de tejido de bejuco, una práctica ancestral que, después investigaré, atraviesa continentes y culturas, especialmente en regiones tropicales de América, Asia y África, donde esta planta trepadora ha sido valorada por su flexibilidad, resistencia y abundancia.
Aunque Isaac es originario de Querétaro, lleva 10 años habitando La Laguna, tiempo en que ha ejercido un oficio que, sabe, está en peligro de desaparecer. Me dice que él resiste porque no sabe hacer otra cosa. Su abuelo le enseñó esta técnica cuando era pequeño.
“A esto se dedicaba el abuelito. Empecé a verlo y lo aprendí, y cuando mi papá falleció mi mamá me dijo que tenía que salir de la escuela para ayudarle con mis hermanos. Tenía 14 años cuando tuve que empezar a trabajar en esto”.
Actualmente, en La Laguna es de los pocos artesanos, sino es que el único, que mantienen viva la memoria de este oficio. El bejuco natural escasea, cuesta conseguirlo y cuesta trabajarlo. Lo trae desde Querétaro, desde Tequisquiapan, donde aún se puede comprar por kilo, aunque el precio ha subido y las ganancias no siempre compensan el esfuerzo.
Sentado al ras del piso, Isaac de 52 años de edad, mientras humedece el bejuco dentro de una cubeta con agua para poder manejarlo mejor, me platica que para la restauración de esas cuatro sillas de madera realizará un tejido llamado ojo de perdiz, que se refiere a seguir un patrón que se asemeja a los ojos de un ave llamada así, perdiz, que generalmente es formado por pequeños rombos o cuadrados.
(No es fácil), pienso mientras lo observo mover las manos con la precisión de un cirujano.
“Las fábricas no pueden hacer este tipo de trabajo, oiga”, me dice con destellos de orgullo, aunque en el fondo el hombre de estatura mediana y rasgos fuertes esté consciente de que la cultura de lo artificial, le roba cada vez más la posibilidad de darles a los muebles de los laguneros, a través de su tejido, una segunda oportunidad.
Por último me da su tarjeta. Tiene fe de que alguien, al leer este reportaje, requiera de sus servicios y lo llame al 833 135 04 18.
Sí, Isaac resiste, y, de alguna manera, concede que el oficio de tejedor de bejuco, siga latiendo a través de sus manos.
LA ESCRIBANA DEL MERCADO JUÁREZ
La imagen es vintage. La protagonista es la señora Hermelinda Ávila Pérez, la escribana del Mercado Juárez. En un pequeño local dentro de la zona de comercio popular, la mujer de mirada nostálgica lleva más de 20 años detrás del único escritorio público que sobrevive en La Laguna.
Su madre Guadalupe Pérez fundó el negocio hace más de 50 años y ahí, ella permanece atenta a las necesidades escriturales de los laguneros.
Es jubilada federal de la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación (Sagarpa) y lo de seguir vigente, identifico, es un acto más de nostalgia, porque de las ocho de la mañana a las tres de la tarde, a lo mucho, puede atender sólo de dos a tres clientes.
Hermelinda persiste porque siente que en ese local respira la esencia de su madre, una mujer que creyó que las palabras eran una manera de habitar el mundo.
“Ella tenía mucha facilidad de palabra. Le gustaba mucho escribir, se le daba, tenía habilidades, o no sé qué, pero se le daba”.
Hace 14 años que Guadalupe, su madre, no está más en cuerpo, pero su espíritu revive a través de las teclas que Hermelinda aún activa para redactar demandas, oficios, o cualquier tipo de cartas.
“De amor ¿todavía teclea cartas de amor?”, le pregunto incrédula de su respuesta.
“Prácticamente ya no hay de esas fíjese. Se perdió el romanticismo. Antes si venían y me decían, ‘yo quiero decir esto o aquello, ahí usted escríbale’. Ellos me decían las palabras y ya uno le ponía un poquito demás”, me responde.
“Pero… entonces ¿ya no hace?”, insisto.
“Sí, si viene alguien a solicitarla, claro que sí se las hago”, me dice.
Ese día yo fui la solicitante, y Hermelinda al son de mi dictado, intervino una hoja de máquina en blanco que al ser impactada con palabras cursis generadas en las teclas de su máquina Olympia, bombeó el corazón del oficio que después de medio siglo sigue activando la memoria de Guadalupe Pérez, su madre.
“Para mí este local me representa a ella, representa mi vida. Todavía estamos aquí, todavía podemos hacerles sus trabajos como ustedes quieran, como luego dicen: aquí estamos para lo que se les ofrezca”, finaliza la escribana que me entrega mi carta que guardo en mi mochila con la esperanza de que el romanticismo reviva.
EL TIEMPO EN LA PACIENCIA DE JAVIER
En el mismo Mercado Juárez, no camino mucho para encontrar a Javier Ortiz con una lupa de relojero en el ojo izquierdo. Está sumergido en un local que apenas mide dos por tres donde cada día pone a prueba su precisión, pero sobre todo su paciencia para armar y desarmar las máquinas de varios tipos de relojes de pila.
Tiene 66 años, pero desde los 12 encontró su vocación en este oficio que aprendió gracias a “un patrón” que se dedicaba a eso.
Pero antes de aprender el arte del reloj, lo primero que tuvo que hacer, me dice, fue limpiar vidrios, piso y mostradores, y ya cuando le sobraba el tiempo se ponía a mirar las piezas y a identificar donde encajaban. Poco a poco comenzó a confiar en sí mismo, y entender el tiempo desde las entrañas de un reloj.
“Fue difícil aprenderlo. Y aunque uno ya lo hace solo, nunca termina de dominarlo, porque siempre salen calibres nuevos, relojes distintos, modelos más sofisticados. Hay que estar actualizándose siempre”.
Lleva 28 años en este oficio, atiende solo. A veces los días se le pasan lento, pero en otros le llegan los clientes esporádicos con relojes que buscan ser resucitados por sus manos.
Los más comunes son de cuerda, automáticos o de cuarzo. Él les dedica el mismo esmero. Tiene herramientas precisas: pinzas, tenazas, desarmadores de distintos tamaños. Y una paciencia que, dice, no la tiene cualquiera.
Aunque Javier estudió la carrera de Administración de Empresas, prefirió trabajar entre engranes y minuteros, porque, me dice, el oficio le produce tranquilidad, una paz que de cierta manera también le ha dado un sustento.
Sus hijos ya están grandes: uno tiene 28 años, la otra está por terminar la carrera. Actualmente, me dice, todo marcha bien, así, como los engranajes de los relojes que él mismo compone.
UN SOLDADOR DE GALLO A GRILLO
Estoy en Gómez Palacio, en el Mercado José Ramón Valdez, delineo sus pasillos. Me topo con el soldador Jesús Cruz Valdés, de 55 años de edad, quien lleva tres décadas en el oficio.
“Este negocio era de mi papá, que en paz descanse. Él empezó con la soldadura autógena desde 1947, y luego yo seguí el camino”, me platica en el interior de su local ubicado al exterior sobre la calle Allende.
Aunque comenzó observando, pronto tuvo que encargarse de todo: contratar soldadores, atender pedidos, reparar estructuras metálicas. Ya lleva más de 15 años soldando. Lo suyo no es la nostalgia, pero reconoce que antes había más trabajo, más dinero, más movimiento.
“Ahorita tengo mucho jale, pero al rato quién sabe. El trabajo va y viene”, explica con naturalidad, como quien ya aprendió a no pelearse con los ciclos de la vida.
Tiene cuatro hijos, y aunque todos conocen el negocio, cada uno tomó otro rumbo. Aun así, sabe que la base la aprendieron aquí, entre chispazos y largas jornadas
El mercado de Gómez Palacio ha sido su casa "de gallo a grillo". Llega a las ocho de la mañana y se va cuando el cuerpo lo permite. A veces a las ocho, otras a las nueve de la noche. Incluso los domingos, cuando “cierran entre comillas”, solo trabajan medio día.
“Este local representa mi vida. No me iría a otro lado”, me reafirma con la mirada de quien ha sido fiel a un aprendizaje heredado.
EL LEGADO CURTIDO DE LA TALABARTERÍA
En otro local del mercado de Gómez Palacio donde el cuero aún huele a trabajo, ahí está Marisol Espinoza Acosta, una mujer que sostiene con dignidad la talabartería que su padre fundó en 1962.
Su padre, de oficio zapatero, llegó siendo apenas un bebé a Gómez Palacio, luego de que sus abuelos migraran desde Ciudad Juárez. Aunque Marisol no sabe con certeza quién le enseñó a su papá el oficio, tiene claro que lo llevaba en la sangre. En Torreón comenzaron sus tíos, pero él eligió cruzar el río y quedarse del lado duranguense.
“Era un enamorado del cuero. Compraba pieles de res, de cabrito, de periguey... sabía bien cuándo estaban en buen estado y cuándo ya no servían”, dice, mientras repasa con la mirada el taller.
Hoy ella está al frente. Ya perdió la cuenta del tiempo, pero asegura que sigue ahí para servir a la gente. Tiene un ayudante, y entre ambos ofrecen reparaciones de calzado, cintos y hasta la venta de accesorios para montar caballo. A quienes llegan con suelas rotas o hebillas vencidas, los reciben con un consejo práctico:
“Que procuren reparar su calzado. A veces ni han dado el primer abono y ya se les descompuso. Aquí les damos una reforzada”.
El lugar, más que taller, es una memoria viva. Aunque su padre dejó de asistir en 2017 por problemas de salud, estuvo al pie del cañón hasta el último momento, incluso desde el teléfono. Marisol continúa con la vocación de atender, aunque reconoce que el panorama es cada vez más desolador:
“Es triste porque ya casi no hay buenos zapateros. Los que quedan ya están grandes o tienen alguna enfermedad que les impide seguir”.
Aun así, ella no se mueve. Sabe que mientras sus manos sigan firmes, y mientras alguien necesite reparar unas botas, el legado de su padre seguirá vivo en cada rincón de esta tradicional talabartería.
“ME GUSTA SER RELOJERO”
Desde hace 55 años, Antonio Ulloa mantiene abierta su relojería. Heredó el oficio de su hermano mayor, quien duró 70 años en el mismo giro, y desde entonces no ha soltado las herramientas. “Me gusta ser relojero. Siempre me ha gustado”, dice, mientras acomoda una carátula en su mesa de trabajo.
De lunes a sábado abre de 8 a 6, y los domingos hasta las 2. Sólo cierra en Semana Santa, el 25 de diciembre y el 1 de enero. “Aquí la gente ya sabe que siempre estoy”, comenta.
Trabaja solo. Uno de sus hijos aprendió el oficio cuando no encontraba trabajo en su carrera profesional, pero luego se colocó en su ramo. “Aquí sigo solo, pero feliz. Me gusta desarmar, armar, que caminen los relojes otra vez”.
Dice que ya casi no hay trabajo como antes. Con los celulares, la gente dejó de mirar la muñeca. “Antes arreglaba bastante, ahora es poco… pero sale para comer”.
A veces llegan relojes antiguos, valiosos por nostalgia. También lo buscan para diagnósticos difíciles. “Lo más complicado no es armar o desarmar, sino encontrar la falla”, cuenta. Incluso ha arreglado un par de Rolex originales, aunque reconoce que la mayoría son réplicas.
En promedio, cobra 200 pesos por una reparación, 60 por cambio de pila. “Ahorita ya no conviene desarmar los de cuerda. Se tarda unos días y no puede cobrar lo que vale el trabajo”.
Ubicado en el local 138 del Mercado de Gómez Palacio, Antonio me dice con certeza que mientras Dios quiera, ahí seguirá, persistente y activo, bombeando el corazón de este oficio que resiste, metafóricamente, el paso del tiempo.
UN ZAPATERO DE ALMA RECIA
En un pequeño taller del centro de Lerdo, Humberto Cayetano Guerrero cose a mano un par de huaraches que un cliente trajo despegados. Tiene máquina, sí, pero prefiere no usarla con ciertos materiales que, dice, pueden trozarse. Además, después de más de cinco décadas en el oficio, sus manos han aprendido a dialogar con el cuero sin necesidad de motores.
“Esto lo aprendí de mi papá. Desde niño andaba entre zapatos remendados, y aquí sigo, en el mismo local que era suyo”, dice con la serenidad de quien ha vivido al ritmo del tacón y la suela.
A sus 65 años, Humberto es el último en su familia que continúa con la zapatería. Su hermano aprendió el oficio, pero no lo ejerció. Sus tres hijos, formados como ingenieros, tampoco lo siguieron. Y aunque agradece que hayan tomado otro rumbo, "les fue bien, gracias a Dios", sabe que con él se cierra un ciclo:
“El día que ya me toque irme, esto se va a acabar. A mis hijos no les interesó este asunto… Ellos ya son otra generación, otras ideas, otra educación”
Su jornada empieza a las nueve de la mañana y termina a las seis de la tarde, con pausa para comer. También trabaja los fines de semana, y si el domingo no tiene pendientes, de todos modos se deja caer un rato por el taller.
Humberto repara mochilas, cambia cierres de maletas y bolsas, y, claro, remienda zapatos. La clientela es fluctuante, sin medida. Reconoce que el oficio se ha visto mermado por la calidad del calzado moderno:
“Ahora todo es vinil, hule. Calzado desechable. ‘Úsese y tírese’, así es ahora. Pero aquí seguimos”.
Para él, ser zapatero ha sido mucho más que un trabajo. Ha sido su forma de vida, su sustento, el motor que permitió que sus hijos estudiaran.
“De aquí salió para que hicieran sus carreras”, pronuncia mientras cose un huarache entre las manos.
Aunque sabe que el legado no continuará, Humberto no se queja. Su padre, que aprendió el oficio con otro zapatero por donde pasan "los verdes", nunca imaginó que aquel aprendizaje se convertiría en una herencia silenciosa.
Hoy, en la Zapatería El Trébol, cuyo nombre guarda un guiño a la buena suerte, aunque nunca supo por qué su padre la llamó así, Humberto sigue ofreciendo reparaciones con la misma constancia con que aprendió a vivir de su trabajo.
“Si se puede que nos echen la mano con trabajo, aquí estamos. Como le digo, cada quien se dedica a lo que le gusta. A usted le gusta el periodismo, a mí esto. Y aquí sigo, hasta que el cuerpo aguante”.
Hasta aquí podemos escribir que cada uno de los oficios recatados a través de este reportaje, representan una forma de decir “aquí estuvimos” y también “aquí seguimos”. Son gestos de memoria que sobreviven en mercados, en talleres humildes y en las manos de quienes se niegan a rendirse ante el olvido.