Hace unos años, a raíz de la crisis del 2008, Paul Krugman se preguntaba cómo era posible que los economistas se hubieran equivocado tanto. Acababa de recibir el Premio Nobel y comentaba la suficiencia de una profesión que pensaba que había resuelto lo esencial. En un artículo publicado en la revista dominical del New York Times, Krugman subrayaba el consenso de los economistas académicos y los arquitectos de la política pública. Los mercados eran naturalmente estables. No veían nada en el horizonte que anunciara la catástrofe que vendría.
Una ciencia demuestra su valor por su capacidad para advertir lo que puede suceder. Lo que esa disciplina con la crisis financiera del 2008 fue, según Krugman, un auténtico colapso. ¿Qué le sucedió a la profesión?, preguntaba. ¿Hacia dónde debe camina a partir de ahora? El articulista ofrecía algunas hipótesis: mis colegas quedaron atrapados por la belleza de sus números. Confundieron la precisión de sus modelos con la verdad. Detrás del consenso se escondía el dogma.
He pensado en aquel artículo de Krugman a partir del reporte que el INEGI ha entregado sobre los niveles de pobreza en México. Los economistas de allá no imaginaron la crisis que tenían a la vuelta de la esquina. Los de acá, o buena parte de los economistas de acá, quienes definían las políticas y quienes pontificaban sobre lo posible, gritaban que la catástrofe caería sobre el país si alguien osaba mover alguna de las piezas de la impecable relojería. Si los salarios se desatan caerá de inmediato la peste de la inflación y quienes más la sufrirán serán quienes menos tienen. La encuesta que levantó el Instituto de Estadística a fines del año pasado muestra un avance extraordinario en el combate a la pobreza. Me parece absurdo negar que se trata de un éxito extraordinario del gobierno de López Obrador.
Si la principal bandera de su proyecto ha sido el combate a la pobreza y la desigualdad, debe decirse, sin rodeos que, en su arranque, cumplió. No sé si esto pueda prolongarse en el tiempo, pero en su primera medición, los efectos son claros. Tomando en consideración múltiples dimensiones de bienestar, millones de mexicanos salieron de la pobreza en los últimos seis años. En 2018, 51.9 millones de personas vivían en pobreza. Hoy esa cifra ha bajado a 38.5 millones. En cuanto a la pobreza extrema el cambio también es significativo. Hace seis años había 9 millones de mexicanos que vivían en condiciones de pobreza extrema. Hoy son 7 millones. Los datos no son indicador de un cambio menor. Que más de 13 millones de mexicanos hayan salido de la pobreza, que hoy puedan, satisfacer sus necesidades básicas merece reconocimiento.
No entenderemos las bases de respaldo del nuevo régimen si no advertimos que, en este aspecto, la política ha dado resultados concretos y palpables. Carteras más gordas, monederos más pesados. Los altos niveles de respaldo del régimen no son simplemente el encantamiento con el discurso, ni gratitud por las transferencias. Algo hay de ello, desde luego, pero el núcleo del respaldo proviene de un aumento en los ingresos de la gente.
Quienes de esto entienden dicen que el cambio se debe a la terminación del sofocamiento salarial, mantenido durante largos años como ancla de la estabilidad. El hecho que muy pocos cuestionan es que en México hay menos pobres. Es cierto que hay discusiones de método sobre algunas mediciones y la comparabilidad de ciertos datos. Hay una polémica más intensa sobre la viabilidad de esta estrategia en el futuro. Pero el hallazgo fundamental parece contundente e incuestionable: millones de personas en México dejaron de ser pobres. Y, sin embargo, la vulnerabilidad social, en algunos casos, ha aumentado. La desastrosa gestión en salud del gobierno de López Obrador tuvo consecuencias igualmente patentes. Su sexenio le arrebató a más de 20 millones de mexicanos el acceso a los servicios de sanidad. Contra su retórica antineoliberal, el gobierno anterior impulsó eficazmente la privatización de la salud. Más dinero en el bolsillo, peores escuelas y medicinas inaccesibles.
La polarización nos invita al juicio tajante, a la condena absoluta, a la celebración sin reservas. El cambio registrado en el reporte del INEGI es enormemente positivo. Desconocerlo es elegir la ceguera.