ra el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos... la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación...". Así comienza Historia de dos ciudades, de Charles Dickens, descripción que bien podría aplicarse a la era que hoy caracteriza tanto al cambio tecnológico que sacude al mundo, como al contraste (y similitudes) que experimentan las sociedades mexicana y norteamericana como consecuencia.
El cambio tecnológico ha sido la mayor fuerza de transformación en la historia, al menos desde la Revolución industrial. Millones de personas quedaron sin empleo cuando apareció la máquina de vapor, empleos que no se sustituyeron sino décadas después, generando enormes penurias humanas. El cambio tecnológico en la era digital es mucho más complejo porque, en contraste con la máquina de vapor, es sumamente difícil de dominar para una persona con educación poco útil para esta era (o sea, la abrumadora mayoría de la población). La inteligencia artificial promete ser infinitamente más amenazante para los empleos existentes y no hay provisión, en ningún país del mundo en la actualidad, y mucho menos en México, para atender y reentrenar a la enorme población que podría ser desplazada.
El punto de todo esto es que ese cambio tecnológico tiene inevitables efectos políticos y personajes como AMLO y Trump han sido beneficiarios evidentes, a la vez que han sabido explotarlos de manera magistral, aunque obviamente no hayan ofrecido respuesta al problema de fondo. Por otro lado, todas las naciones enfrentan el mismo desafío tecnológico, pero la forma en que lo encaren y su capacidad para administrarlo dependerá de su historia e instituciones. En esto, las naciones (verdaderamente) desarrolladas nos llevan una enorme ventaja y más por la destrucción de las pocas instituciones que México comenzaba a construir.
En el caso de Estados Unidos, las dos preguntas clave son, primero que nada, si Trump habrá sido una excepción histórica o el comienzo de una nueva era. La otra es si las instituciones que con tanto cuidado estructuraron los federalistas a fines del siglo XVIII resistirán el embate. Las respuestas que el tiempo dé a estas dos interrogantes serán dramáticamente trascendentes.
Por su parte, México llevó a cabo un conjunto de reformas económicas a partir de los ochenta que sentaron las bases para adaptarse al cambio tecnológico que sobrecogía al mundo, pero éstas no fueron suficientemente amplias como para abarcar a toda la población, generando enormes brechas sociales, creciente desigualdad regional y un caldo de cultivo propicio para los gobiernos de Morena. Además, y mucho más importante, la estrategia de ajuste económico no fue seguida por un conjunto de reformas en el ámbito político y político-administrativo como para asegurar una capacidad de gobernar al país en la nueva era de competencia, negociación e interacción constante entre entidades federales y locales y entre los poderes públicos: Legislativo, Judicial y Ejecutivo. Es decir, México entró a la democracia sin anclas institucionales capaces de darle estabilidad y viabilidad, los dos desafíos que, desde entonces, enfrenta día a día. Se supuso, de facto, que la descentralización económica que era inherente a la estrategia de liberalización iba a ser administrada por un sistema gubernamental centralizado y poco efectivo que acabó sucumbiendo, como ilustra, en el extremo, el enorme problema de seguridad que aqueja al país. El desempate entre el sistema gubernamental y la economía es patente, en perjuicio de toda la ciudadanía.
Para México el problema hoy son precisamente las instituciones o, más exactamente, la ausencia de instituciones susceptibles de conferir funcionalidad y ser contrapeso, aunado a un sistema de gobierno disfuncional. El intento de Morena por centralizar y controlar cada vez más espacios no resuelve el problema; en todo caso, lo agudiza. Además, la naturaleza de Morena como estructura a la vez hegemónica y propensa a la fragmentación genera brechas como la existente entre la presidencia y los liderazgos del partido y del Congreso. Mayor control no resuelve la debilidad institucional y no hay nada en el horizonte que permita pensar que habrá soluciones, comenzando porque ni siquiera hay un consenso sobre la naturaleza (o, incluso, existencia) del problema.
En su texto intitulado México: de la democracia a la tiranía*, Ernesto Zedillo argumenta, con solidez, que el deterioro político que experimenta México con el avance de un partido hegemónico y la ausencia de oposición conduce a la tiranía. Lo que no encara el expresidente es el problema de origen: así como él heredó una economía "prendida con alfileres", él dejó una estructura gubernamental anquilosada e incompatible con la apertura democrática que él mismo impulsó, lo que implica que dejó la capacidad de gobernar al país "prendida con alfileres". Y nada se ha hecho desde entonces para repararlo.
AMLO y Morena, como Trump, son respuestas a la ausencia de solución. Pero, dada la estrategia morenista de control, imposición e impunidad -un inexorable callejón sin salida sobre todo en materia económica-, acabarán padeciendo las mismas consecuencias que sus predecesores.
* Letras Libres y una entrevista en Nexos con similar contenido.
ÁTICO
Los desafíos del cambio tecnológico se apilan, pero México no cuenta con capacidad de lidiar con ellos porque su gobierno es disfuncional.