La independencia judicial es uno de esos conceptos que todas y todos deberíamos tener presentes en nuestra vida cotidiana. A menudo, su significado se confunde o se tergiversa; otras veces, su análisis se vuelve tan técnico que termina siendo poco accesible para la ciudadanía. Sin embargo, hoy más que nunca, necesitamos hablar de su verdadero sentido y de por qué es crucial para nuestras sociedades.
En pocas palabras, la independencia judicial es el derecho que tenemos todas y todos de acudir a un poder judicial que resuelva los casos de manera imparcial. Significa poder confiar en que las y los jueces cuentan con la preparación, las condiciones y la libertad necesarias para emitir sentencias justas, basadas en la ley. Esa independencia se ve amenazada cada vez que existen presiones externas para que los jueces fallen en un sentido específico.
Un ejemplo reciente de ataques a la independencia judicial proviene del presidente Donald Trump. No es novedad que el mandatario estadounidense critique a los tribunales y jueces que detienen sus políticas -ya lo hemos visto muchas veces este año-. Lo que sí resulta nuevo son sus declaraciones y acciones dirigidas no solo contra el poder judicial de Estados Unidos, sino también contra los tribunales de otros países e incluso contra organismos internacionales.
En los últimos meses, Trump ha firmado varias órdenes ejecutivas para imponer sanciones a jueces y personal de la Corte Penal Internacional (CPI), así como a cualquier persona que colabore con ella. Todo comenzó después de que la CPI emitiera órdenes de aprehensión contra funcionarios de Israel y abriera investigaciones sobre agentes de la CIA. Trump calificó estas acciones de "ataques contra Estados Unidos y su aliado Israel". Por su parte, la Corte Penal Internacional respondió que las sanciones buscan dañar su labor independiente e imparcial. Un tribunal federal de Estados Unidos ya bloqueó una de esas órdenes, la que penalizaba a ciudadanos estadounidenses por cooperar con la CPI. Esta decisión es fundamental, pues hay abogados y activistas que colaboran con el tribunal en investigaciones sobre violaciones de derechos humanos en países como Bangladés, Myanmar y Afganistán.
Si miramos hacia América Latina, la semana pasada hubo dos episodios muy interesantes. Primero, Trump cumplió su amenaza contra el gobierno de Brasil por el juicio contra el expresidente Jair Bolsonaro: anunció aranceles del 50 % a productos brasileños. Aunque justificó la medida alegando que la investigación contra Bolsonaro afecta los intereses de Estados Unidos, lo cierto es que su motivación parece más personal: Bolsonaro es su amigo y aliado ideológico. Además, el Departamento del Tesoro estadounidense sancionó a Alexandre de Moraes, ministro del Supremo Tribunal Federal de Brasil, acusándolo de "autorizar detenciones arbitrarias y suprimir la libertad de expresión". De Moraes ha sido clave en el combate a la desinformación digital durante las últimas elecciones brasileñas. Si bien hay quienes advierten que sus resoluciones rozan el autoritarismo, también es cierto que han frenado intentos de manipular a la opinión pública durante las elecciones presidenciales.
Por último, Marco Rubio, secretario de Estado de Trump, hizo pública una declaración contra el fallo de un tribunal colombiano que declaró culpable al expresidente Álvaro Uribe por fraude y soborno. Rubio afirmó: "El único crimen del expresidente Uribe ha sido luchar sin descanso por su patria. El uso del poder judicial de Colombia como arma por parte de jueces radicales sienta un precedente preocupante". Ante estas palabras, el presidente de Colombia, Gustavo Petro, acusó a Estados Unidos de injerencia a la soberanía de su país y la embajada colombiana en Washington recordó que Uribe aún puede apelar la decisión.
En conclusión, estos casos tienen un denominador común: Donald Trump está utilizando su poder presidencial de forma abusiva, invocando leyes diseñadas en momentos específicos de la historia para sancionar y presionar a países y tribunales que investigan o procesan a sus aliados. Hay una diferencia clara entre expresar desacuerdos legítimos y emplear aranceles, sanciones y declaraciones oficiales para influir en las decisiones de jueces en beneficio propio. Hoy, Trump no solo desafía las instituciones de su país, sino que también amenaza la independencia judicial más allá de sus fronteras.