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Doble rostro

JORGE VOLPI

Fuera de México, suscita una genuina simpatía no exenta de admiración: frente a los desmanes, insultos y pataletas de Trump -o los que hasta hace no mucho protagonizaba López Obrador-, Claudia Sheinbaum exhibe una seriedad y una mesura indispensables. A ello se añade una popularidad interna que ya envidiaría cualquier líder del planeta: según las encuestas, más del ochenta por ciento de los ciudadanos aprueba su gestión. Y, sin embargo, en los escasos meses que lleva en la Presidencia -apenas unos más que el estadounidense-, ha desmantelado las instituciones democráticas y ha concentrado el poder en una medida aún más dramática que Trump.

Su estilo sobrio, tenso, profesoral, excesivamente puntilloso y autoconsciente, es una anomalía entre los populistas de nuestros días, fascinados con la desmesura, el histrionismo y la chabacanería propia de los reality shows: el comportamiento desparpajado y grosero que Trump adoptó de Berlusconi y que tantos le copian a él. Sheinbaum es, en este sentido, su reverso: una bocanada de rigidez y autocontención frente a tanta vulgaridad. Comparada con Trump, se convierte en un modelo de sensatez, acaso la virtud más escasa de nuestra época. Si él amenaza, ella reflexiona; si él se burla, ella aprieta los labios; si él provoca, ella mantiene su distancia. Nada parece perturbarla: ni la amenaza continua desde el Norte ni las cada vez más escasas críticas que recibe a su alrededor.

Esa templanza, sumada al inmenso capital político que heredó de López Obrador, le permite presentar cada una de sus respuestas a Trump como parte de una estrategia cuidadosamente planeada para frenar al tirano, por más que en realidad Trump continúe consiguiendo de México -y del resto del mundo- lo que se le antoja. La carta nacionalista, no obstante, al menos funciona para empoderarla aún más. El juego entre ambos parecería no tener otro objetivo que este reforzamiento mutuo: una política exterior que solo sirve para acentuar la capacidad de maniobra interna de cada uno.

En términos discursivos, sin duda Sheinbaum y Trump se hallan en extremos antagónicos: mientras ella continúa definiéndose de izquierda -y, por fortuna, en efecto defiende sus valores sociales-, él encarna la ultraderecha más radical, dispuesto a acabar justo con ellos. Pero, en su empeño por demoler las añejas estructuras democráticas, de la división de poderes al debido proceso, sus agendas se tornan de pronto equivalentes. Paradójicamente, las decisiones de Sheinbaum resultan aún más extremas que las de su némesis. Si la oposición a ambos parece tan desarticulada como ineficaz -los demócratas se muestran tan pasmados como los panistas-, en Estados Unidos las instituciones democráticas aún intentan resistir los embates cotidianos del demagogo, en tanto que, en México, ella y su partido ya se han asegurado el control sobre todas ellas.

La actual realidad mexicana sería el gran anhelo de Trump: un lugar donde un mismo grupo político se ha adueñado por entero del Ejecutivo, el Legislativo y, sobre todo, el Judicial; donde no queda un solo contrapeso independiente; donde cualquier crítica o autocrítica es de inmediato descalificada; donde el Ejército, encargado de la seguridad pública, posee un poder omnímodo y no le rinde cuentas a nadie; donde la presunción de inocencia se ha vuelto una quimera; donde los opositores son tan corruptos o están tan desprestigiados que son incapaces de concitar el menor respaldo social; donde los empresarios y los medios se han plegado sin resquemores a la presión oficial; donde la censura se vuelve otra vez una práctica cotidiana; y, acaso lo peor de todo, un lugar donde no existe una sociedad civil organizada que pueda oponerse a los excesos del autoritarismo.

Candil de la calle: vista afuera como heroína y ejemplo de resistencia, y aplaudida adentro casi por unanimidad, Sheinbaum parece decidida a convertir a México -todavía más con la eliminación de las legislaturas plurinominales- en esa sociedad monolítica con la que sueña Trump.

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