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Doble fila

JUAN VILLORO

Hace unos treinta años, mi hermano Miguel, que es físico, viajó a Europa para intervenir en un acelerador de partículas. Fue un logro difícil de entender porque sus parientes sabemos poco del mundo subatómico. Incapaz de hablar de física, le pregunté si había aportado un sello mexicano a su experimento: una partícula estacionada en doble fila.

En esa época, la irresponsabilidad de bloquear un carril para bajar del coche a comprar tamales se consideraba una picardía típica de un país sin reglamentaciones. El tráfico ya era atroz pero la posibilidad de avanzar aún no dependía del milagro. Una prueba es que entonces el claxon se tocaba mucho más que ahora. En esa etapa ingenua de los embotellamientos, el conductor creía que el tráfico se podía agilizar a bocinazos. Incluso surgió una variante lírica que sustituía el pitido por una melodía, lo cual dio lugar a situaciones confusas; un coche se cerraba con agresividad pero su claxon transmitía las notas de "Voz de la guitarra mía.". A veces, el coche de junto contestaba con otra canción.

Aquellos rijosos conciertos se eclipsaron como tantas tradiciones y la gente se resignó a aceptar su destino en silencio. La nueva conducta tuvo que ver con la constatación de que las calles no se abren a claxonazos, pero también con la creciente certeza de que los demás conductores pueden estar armados.

El tráfico exige ahora una actitud casi mística, un ejercicio budista en el que la realidad se sobrelleva con el olvido de uno mismo. Los coches se han convertido en vehículos que no se mueven por motor sino por excepción mientras las motocicletas circulan por todas partes, amparadas en permisos provisionales expedidos en Guerrero y otras lejanas entidades.

No es casual que en un ámbito donde el tráfico sólo a veces incluye el movimiento el abuso de estacionarse a la brava se haya convertido en una costumbre. Hoy en día, quien trate de circular por la colonia Roma encontrará que muchas calles tienen un carril siempre bloqueado por la doble fila. Las recientes protestas contra la gentrificación no han tomado en cuenta la forma en que los propios capitalinos deterioramos el espacio urbano.

En sitios más lógicos que el nuestro la gente se desplaza para comprar cosas; aquí los que se mueven son los vendedores. El marasmo urbano ha dado renovada importancia al comercio ambulante, tanto el que prospera gracias a las flotillas de repartidores en motocicleta como el de quienes instalan puestos en la banqueta.

Cuando los maestros de la CNTE suspendieron su plantón en el Centro, las calles se llenaron de una multitud que los superaba en número. ¿Otro movimiento social? En cierta forma: sólo en parte los ambulantes se dedican a las ventas. Su verdadero sentido consiste en demostrar que en la ciudad detenida alguien puede moverse. Y no sólo eso: que puede moverse en compañía. Son tantos los que ofrecen paraguas chinos o patitos amarillos para adornar la cabeza que uno se pregunta si aún habrá espacio para alguien que los compre. ¿En el futuro, el centro histórico será exclusivamente recorrido por ambulantes? ¿Estamos ante una actividad que se alimenta de sí misma, sin necesidad de que alguien compre? Es conocida la anécdota de quienes no aceptan vender todos sus productos diciendo: "Si no, ¿qué vendo mañana?". Desde el punto de vista existencial, lo importante no es la transacción sino la posibilidad de que ocurra.

Una de las canciones que más bailamos en las bodas y las fiestas infantiles habla de "una mexicana que fruta vendía". Aunque luego se enlistan sus productos, esa mexicana no vende nada. Lo importante es que el acto no se consume y por lo tanto no se acabe.

Sobran coches y sobran vendedores. Pero su número aumenta. Tal vez mi hermano Miguel vería aquí un sugerente misterio de la cantidad, pues el mundo cuántico tiene que ver con eso. Lo cierto es que, ante el peligro de disgregarnos, preferimos amontonarnos.

Termino con otra anécdota del pasado. Hace más de cincuenta años hablé de futbol con el filósofo Emilio Uranga, autor de Análisis del ser del mexicano. "¿Te has fijado que la jugada favorita de nuestros futbolistas es el pase lateral?", me preguntó. Pensé que hacía un comentario meramente futbolístico. Más de medio siglo después entiendo que aludía al carácter nacional: somos "el de al lado" o "el de junto".

Tenemos el alma en doble fila.

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