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Divina arquitectura: conexión material con lo inconmensurable

Los recintos religiosos son una metáfora de las creencias de una comunidad. A través de sus elementos estructurales invitan a una reflexión espiritual que trasciende lo cotidiano.

Templo de Santa Sofía en Estambul, Turquía. Foto: tiqets.com

Templo de Santa Sofía en Estambul, Turquía. Foto: tiqets.com

ARGELIA DÁVILA

Desde el Paleolítico hasta nuestros días hemos tratado de vincularnos con lo que intuimos más grande que nuestra insignificancia. En la modernidad, llamamos mito a los relatos ancestrales que explican los orígenes del mundo, de los fenómenos naturales, acontecimientos cósmicos, los cambios de estación o la disposición de los astros. 

La Enciclopedia básica de humanidades define como mito a un tipo de relato tradicional, tenido por sagrado y de carácter simbólico, que forma parte del imaginario de una cultura determinada, la cual lo considera verdadero o válido. Estas narraciones dan sentido a la realidad, la concretan, la hacen tangible y visible a nuestra conciencia más allá de la razón. 

Imaginémonos en el origen de la existencia como raza humana, levantando nuestro cuerpo bípedo y la mirada hacia el universo, observando el entorno y tratando de darle sentido. Ante esta realidad dotada de profunda resonancia, fuimos construyendo espacios significativos, primero para sobrevivir, luego para vivir y relacionarnos con aquello que no comprendemos del todo. 

DE LA CASA AL RECINTO RELIGIOSO 

La arquitectura representa valores, principios y razonamientos de la tradición de una región, su forma de enfrentarse a la existencia. Los sitios destinados a las prácticas religiosas nacen de la necesidad de expresar esa cultura colectiva. La arquitectura, como estructura que reúne, es el centro de la vida comunitaria; fortalece lazos sociales y amalgama la identidad de una población particular. Sin embargo, no solamente reúne, también expresa y comunica. Al explicar los componentes poéticos de un interior, Bachelard —filósofo, epistemólogo, poeta, profesor y crítico literario francés— inicia por la casa, este espacio primigenio para los sentidos que alberga al ensueño y protege al soñador; es decir, es cobijo. 

Sin ella, el ser humano sería un ser disperso: “lo sostiene a través de las tormentas del cielo y de las tormentas de la vida. Es cuerpo y alma”. El espacio interior congrega y contiene no sólo objetos, sino nuestro ser, nuestra seguridad y nuestra relación con el exterior. “La vida empieza bien, empieza encerrada, protegida, toda tibia en el regazo de una casa”. La necesidad de expresar esta comunión con algo superior se encuentra presente en cualquier credo, en cualquier época y territorio. 

Gran pirámide de Giza, Egipto. Foto: Mohamed Ahmed
Gran pirámide de Giza, Egipto. Foto: Mohamed Ahmed

El recinto religioso, con su clara vocación de congregar, es también un lugar de aliento, cobijo y protección, cualidades que se trasladan de la casa a la iglesia, la mezquita, el templo, las catedrales, los pequeños altares, por medio de los símbolos utilizados en cada ritual, los cuales constituyen nuestra confianza cósmica: protección del cielo, de lo que nos es inconmensurable y eterno. 

El espacio dedicado al culto, incluso para quienes no tienen creencias religiosas, sea cual sea su filosofía de vida, se impone por medio de la geometría. Ejemplo de esto son las pirámides de Egipto o el templo de Santa Sofía en Estambul, Turquía, con sus mosaicos que plasman escenas bíblicas y que pareciera que nos sumergen en la grandeza de un caleidoscopio tridimensional. Como dice Bachelard: “…la contemplación de la grandeza determina una actitud tan especial, un estado de alma tan particular que el ensueño pone al soñador fuera del mundo próximo, ante un mundo que lleva el signo de un infinito”. 

La proporción de estos edificios, su nivel, esta urgencia de elevarse a las alturas de las catedrales góticas, la abundancia de motivos abigarrados y densos de los retablos barrocos, los pórticos con sus columnas dóricas, jónicas, toscanas o corintias, los rosetones, triglifos y metopas, el ritmo de la luz y el color de los vitrales que se desliza por el espacio iluminado por el crepúsculo; incluso la luz plasmada en las pinturas de Rembrandt, las esculturas de Bernini y su Rapto de Proserpina o La Piedad de Miguel Ángel. Altares, naves, cúpulas, campanarios, arcadas, columnatas, doseles de bronce dorado… ¿decoración?, ¿opulencia?, ¿aspiración de alcanzar al Altísimo?, ¿imposición?, ¿diferenciación? 

Bachelard es contundente: la inmensidad está en nosotros, como seres finitos que buscan la eternidad por medio de los objetos que crean. La arquitectura es reflejo de esa finitud, una idea que se materializa con un propósito mayor, un objeto material que guarda límites, transiciones, umbrales, ausencias, memorias, temporalidades, historia, creencias, identidades, ritualidades, mitos. 

¿Qué sería de nosotros sin nuestra constante necesidad de mirar al cielo? ¿Sin nuestras aspiraciones y deseos? 

LAS CUALIDADES SAGRADAS 

Pero, ¿qué define al espacio sagrado? Si recordamos la Capilla Bruder Klaus de Peter Zumthor o la Capilla de las Capuchinas de Luis Barragán, ¿qué tienen en común? Son diametralmente opuestas, tanto en filosofía como en tipología. La primera, ubicada en Mechernich, Alemania, terminada en 2007 y dedicada al patrono de Suiza, venerado tanto por católicos como por protestantes, es un espacio escultórico, diseñado especialmente para enaltecer la experiencia del interior a partir de la luz y el movimiento en sus muros. Su particularidad constructiva reside en la forma cónica curvada en comunión con su entorno. 

Interior de la Capilla de las Capuchinas. Foto: Aldo Amoretti
Interior de la Capilla de las Capuchinas. Foto: Aldo Amoretti

Por otro lado, la Capilla de las Capuchinas, construida en 1952 y terminada en 1960, fue diseñada por Luis Barragán, arquitecto mexicano por demás popular en el modernismo de nuestro país. Maestro de la arquitectura emocional, conectaba conceptos de la tradición mexicana con la modernidad del siglo XX, y utilizaba elementos como el color y la luz indirecta para envolver el espacio “en una textura que no se ve pero se siente”. 

Este sitio, denominado también la Capilla de las Emociones, permite la percepción de sensaciones que no se experimentarían en un contexto cotidiano, que incitan a la reflexión y a lo espiritual. Pero, ¿por qué? Existen elementos tangibles —materiales, estructuras, elementos de índole práctico, colores o texturas— que podemos enlistar para reconocer que un lugar está dedicado al culto de algo superior. 

Una edificación religiosa también puede tener otros propósitos además de congregar a un grupo de personas en torno a una creencia compartida, como mostrar poder, opulencia, hegemonía. Sin embargo, más allá de los atributos políticos, prácticos o físicos de los que puedan gozar o carecer, los espacios sagrados se convierten en eso cuando tienen un significado, enlazan, se vuelven inmensos en el sentido de Bachelard cuando dice: “el alma encuentra en un objeto el nido de su inmensidad”. Es decir, cuando el objeto —arquitectónico, de arte o de cualquier tipo— se vuelve significativo, se crea un vínculo más allá del objeto y del sujeto, una comunión y una expansión del alma, una respuesta al mito de lo inconmensurable. 

El espacio sagrado es más que un edificio con un altar; su sacralización recae también en los elementos intangibles, la percepción que se tiene de ellos y la emoción conmovedora que provocan. Son atmósferas creadas para la evocación de recuerdos y vivencias, de rituales que se valen de objetos como un crucifijo, un altar, un vitral, o de elementos como la luz o el silencio, para conectarnos con lo divino.

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