Disrupción y desorden son figuras distintas que en ocasiones se combinan y potencian. El desorden, según el diccionario, suele ser un estado anormal de funcionamiento sostenido en el tiempo. La disrupción puede ser intencional, provocada para avanzar procesos de cambio y transformación. En ambos casos, el impacto sobre la población es siempre grande.
El desorden en México es legendario y no se remite, como pretenden quienes hoy ostentan el poder, a la "etapa neoliberal". Sólo para ilustrar, México siempre ha sido violento y la cultura de la violencia se remonta, al menos, al siglo XIX. El PRI controló el desorden, pero no lo erradicó y es igualmente improbable que Morena haga mayor mella en ese ámbito.
México vive dos fuentes de disrupción y desorden. Una proviene del exterior, la otra es interna. La disrupción promovida por parte del presidente Trump es visible, altisonante y perceptible en todos los niveles. La interna es soterrada, implícita y disputada, pero no menos real. La combinación crea un entorno que varía entre el optimismo y la fatalidad. Ambas son estrategias intencionales, orientadas a modificar el mundo en que vivimos. Independientemente del puerto al que arribemos, si no naufragamos en el camino, es claro que estamos inmersos en un proceso de cambio de enormes dimensiones.
Tanto Trump como AMLO y ahora Claudia Sheinbaum promueven procesos disruptivos en buena medida porque enfrentan, cada uno en su espacio, incongruencias y demandas que no se pueden atender con los instrumentos existentes. Sus respuestas pueden ser buenas o malas, deseables o indeseables, pero constituyen intentos por construir fuentes de certeza que les den viabilidad a sus respectivas naciones. El común denominador es el idilio con el pasado, por lo que la respuesta inexorable es el intento por encontrar asidero en lo conocido, es decir, en el ayer.
Para Trump, regresar al pasado implica restaurar la apabullante presencia norteamericana en la era de la segunda postguerra, un objetivo inasible, una imposibilidad histórica, tal y como se lo ha hecho ver la realidad tanto de los mercados financieros como de las naciones afectadas por sus aranceles. Sea cual acabe siendo el desenlace de sus iniciativas frente a factores económicos poderosos como China o Europa o militares como Rusia, la relevancia para México (y Canadá, aunque lo duden los canadienses) es indisputable y abrumadora. La región norteamericana se seguirá integrando con o sin reglas, pero la incertidumbre no dejará de ser un factor disruptivo incontrolable.
En lo interno, Morena es el factor de disrupción. La motivación es doble: por un lado, la necesidad de encontrar una plataforma sostenible de estabilidad y de permanencia en el poder. Para eso crearon los programas sociales, cuyas transferencias tienen por propósito generar dependencia respecto al partido y al gobierno para sostener lealtades de largo plazo. Por otro lado, miran hacia el pasado con el ánimo de reconstruir la vieja presidencia, eliminar impedimentos al ejercicio del poder (lo que en la democracia liberal se denomina contrapesos) y recrear al viejo partido como mecanismo de control político. A su paso destruyen todo vestigio de legalidad y pluralismo porque estos impiden la corrupción y la impunidad que le son inherentes.
Trump es un gran distractor del embate morenista. Su actuar, amenazas y desplantes le permiten a la presidenta presentarse como factor de ecuanimidad, confiabilidad y competencia, lo que evita tener que confrontar los problemas de crecimiento económico que son urgentes para atender no sólo las presiones fiscales, sino las propias necesidades de la población (y, sin duda, de los programas sociales). No tengo duda de la convicción de la presidenta sobre la necesidad del crecimiento económico, pero es claro que la estructura de su gobierno y de Morena impiden crear las condiciones necesarias para que éste sea posible. Las incongruencias entre las leyes aprobadas en estos meses y las condiciones que requiere la inversión son más que evidentes.
La disrupción que pretenden tanto Trump como los gobiernos morenistas, cada uno en su ámbito, tienen límites inevitables. Trump los padece de manera directa y por demás visible. Lo mismo es cierto del proyecto de Morena, así sea menos publicitado. Las propias contradicciones dentro de Morena, exhibidas implícitamente en la carta de la presidenta, evidencian enormes intereses encontrados. Pero, por encima de todo, se encuentran los velos ideológicos que se traducen en realidades políticas y éstas en parálisis.
El gran intelectual cubano Carlos Alberto Montaner afirmaba que habían fracasado todos los líderes marxistas, desde Lenin y Stalin hasta Pol Pot y Mao y se preguntaba: "¿Por qué ese fallo permanente de la ejecución de las ideas marxistas? Primero, porque eran disparatadas. Segundo, por algo muy sencillo que me respondió Alexander Yakovlev cuando le hice esa pregunta a propósito del hundimiento de la perestroika: 'porque el comunismo no se adapta a la naturaleza humana'".
El asunto mexicano no es de comunismo o marxismo, pero el principio es el mismo: así como las barreras artificiales a la integración norteamericana no la van a parar, los objetivos de Morena que atentan contra la naturaleza humana tampoco avanzarán.
@lrubio