“Señor Presidente: en la antesala están el embajador de los Estados Unidos y el Nuncio del Vaticano. ¿A quién paso primero?”. “Pasa al Nuncio del Vaticano. A él lo único que tengo que besarle es el anillo”. Cualquier semejanza de esa historieta con la vida real no es mera coincidencia. La recordé a propósito de la frase de Trump: “México hace lo que le decimos”. El hecho de que el amarilloso mandatario yanqui aplique la misma expresión a Canadá no disminuye el impacto que entre nosotros, mexicanos, tiene su arrogante manifestación. Arrogante, sí, pero verdadera. Según antigua fábula, alguien le preguntó al león por qué imponía su voluntad sobre la de todos los animales. Contestó el rey de la selva: Quia nominor leo. Porque me llamo león. Otra explicación no necesitaba dar. Igual sucede en el caso del prepotente ocupante de la Casa Blanca. La supremacía económica y bélica de su nación le confiere un poder personal que no necesita más explicación que la fuerza. Así las cosas, eso de la soberanía nacional es entelequia. Un momentito, por favor. Voy a ver qué es eso de “entelequia”. Define con ejemplar laconismo la Academia: “Entelequia: cosa irreal”. Ficción es, en efecto, ese concepto; abstracción sin sustancia; vana quimera engañosa que dijera el clásico. Tal idea pertenece a lo que podríamos llamar “la teología del Estado”, tan imaginativa y fantasiosa como la otra teología. Bajando al gris terreno de la realidad hemos de preguntarnos hasta qué punto la dominación de Trump es freno y contrapeso para un país como el nuestro, donde todos los frenos y los contrapesos todos han sido anulados por un régimen con claras tendencias a lo dictatorial. Decir eso no es atentado contra el masiosare, ni hace mella al patriotismo ni a la dignidad. Representa la esperanza de que haya un límite exterior, ya que ninguno existe en lo interior, para las desorbitadas acciones de un caudillo insano cuya caprichosa voluntad sigue rigiendo en nuestro país. Como dice el refrán antiguo, realista como todos los refranes: “Hágase el milagro y hágalo el diablo”. Doña Pasita era algo sorda. En la merienda de los jueves una de las asistentes comentó: “Compré ayer en el súper un pepino de este tamaño”. Y señaló con las manos. Preguntó doña Pasita ansiosamente: “¿Quién? ¿Quién?”. (No le entendí). El abuelo aconsejó a su nieto: “Si alguna vez llega a pesarte por la edad eso del vino, las mujeres y el canto, haz como yo. Renuncia al canto”. Sir Oliver Laurens, distinguido actor shakesperiano, concedió una entrevista a la televisión. El entrevistador le preguntó: “¿Cree usted, sir Oliver, que Hamlet tuvo una relación sexual con Ofelia?”. “No sé el Hamlet de Shakespeare -respondió el famoso histrión-. Yo generalmente la tengo”.Don Ladillo y doña Sufricia, su esposa, viajaron a Tierra Santa. Estando allá don Ladillo tuvo la desdichada ocurrencia de morirse. El encargado de la funeraria le dijo a la señora: “Podemos embalsamar el cuerpo de su marido y enviarlo a México para su sepultura allá. Eso le costaría 50 mil dólares. También podemos sepultarlo aquí. El costo sería de 500 dólares, un considerable ahorro para usted”. “¡Ah no! -replicó al punto doña Sufricia llena de sobresalto-. Envíenlo a México, cueste lo que cueste. Aquí es tierra de resurrecciones, y no quiero correr ningún riesgo”. (Lo he dicho y lo reitero: toda esposa tiene derecho por lo menos a 10 años de viudez). Aquel recién casado se veía agotado, exhausto, exánime, abatido. Un amigo le preguntó: “¿Por qué te ves así?”. Con feble voz respondió el interrogado: “Mi mujer tiene doble personalidad, y las dos quieren todas las noches”. FIN.