En aquel tiempo -¡qué tiempo aquél!- yo iba a Veracruz como ir al paraíso terrenal. Llegaba al Hotel Diligencias, y pedía el cuarto donde según la tradición escribió Agustín Lara, en la tapa de una caja de zapatos, su canción “Rosa”. Acudía siempre, como a un santuario, al Gran Café de la Parroquia, de mis queridos amigos los Fernández, y ahí me deleitaba en la contemplación de las bruñidas cafeteras y del mural con los retratos de quienes integraban el Zoológico, cofradía formada por ingeniosos parroquianos que tenían, todos, apodos de animales. Cumplía el litúrgico ritual de hacer sonar el vaso con la cucharilla para que el mesero venga y te sirva, brazo en lo alto, la leche que con el café de casa -el mejor del mundo- forma el sabrosísimo “lechero”. Eso, más una bomba -así se llama allá lo que por acá se nombra volcán o concha-, constituye delicia inigualable. En los Portales bebía a sorbos lentos un menyúl mejor que los mint juleps que alguna vez probé en Nueva Orleans o Memphis, Tennessee. Visitaba una pequeña fonda, desconocida para los turistas, llamada “El torbellino”, donde me ofrecían un platillo de sugestivo nombre: hueva de nácar. Por la noche disfrutaba música de danzón tocada en marimba y entretejida con repiques de campanas de la Catedral. En el prestigioso periódico “El Dictamen”, mi casa de trabajo, dije alguna vez que Veracruz es la sonrisa de México. Ahora el bello Estado y el precioso Puerto atraviesan días difíciles, de violencia feroz y mal gobierno. El secuestro y asesinato de la maestra Irma Hernández, quien luego de jubilarse se dedicó a taxista a fin de llevar un poco más de dinero a su casa, son suceso que ha sacudido al país por las circunstancias que rodearon al proditorio crimen: extorsión, tortura y finalmente homicidio. A los comunicadores que informaron del acontecimiento y pidieron castigo para los asesinos la gobernadora morenista Rocío Nahle, otra de las corcholatas de AMLO, calificó groseramente de “miserables”. En ella la sonrisa que cité se vuelve mueca trágica. Veracruz no merece ser gobernado por una persona así, que a la ineptitud añade la violencia verbal contra sus críticos. Es una pena. Sacaré del alma las memorias de aquel Veracruz sonriente y cálido, y mis recuerdos tendrán acompasado ritmo de danzón. Don Fefelo y su joven esposa visitaron la exposición de un pintor local. El cuadro más visto por los asistentes era un desnudo femenino que rezumaba erotismo y voluptuosidad. El maduro caballero lo observó y advirtió de inmediato que la mujer del cuadro tenía un sorprendente parecido con su señora. Se dirigió a ella severo, receloso y suspicaz: “No me digas que posaste para el pintor que hizo ese cuadro”. “¡Claro que no! -negó ella, vehemente-. ¡Debe haberlo pintado de memoria!”. Babalucas le preguntó a un policía citadino: “¿Cómo puedo llegar a la plaza principal?”. Le respondió el gendarme: “Tome el autobús número 54. Lo llevará directamente allá”.
Transcurrieron cuatro horas. El policía, pasó de nuevo por el sitio y vio a Babalucas en la misma esquina.
Le dijo, extrañado: “¿Todavía está usted aquí?”. “Sí - sonrió el badulaque-. Pero no estaré mucho tiempo más. Ya han pasado 52 autobuses”. Doña Cochona quedó adormilada después del acto del amor. De su entresueño la sacaron ruidos que alcanzó a escuchar.
“¡Mi marido! -le dijo llena de sobresalto a su pareja-.
¡Rápido! ¡Salta por la ventana!”. El hombre obedeció, pese a que la alcoba se hallaba en el segundo piso. Regresó poco después. Venía todo magullado, tundido y lacerado. Le dijo hecho una furia a la mujer: “¡Pendeja! ¡Yo soy tu marido!”. FIN