El señor Pifano había bebido competentemente, lo cual no le impidió gozar la compañía de una obsequiosa damisela. Terminado el consabido trance el casquivano caballero se vistió presuroso y tomó el camino a casa. Su mujer lo recibió con actitud beligerante. Hosca, en un silencio que presagiaba tempestad, lo vio desvestirse para meterse en la cama a dormir la borrachera. “¡Oye! -le preguntó hecha una furia-. ¿Y tu ropa interior?”. ¡Al tarambana se le había olvidado ponérsela! Un súbito relámpago, no obstante, le iluminó la mente. “¡Santo cielo! -exclamó con fingida consternación-. ¡Me robaron!”. En mi casa de niño había libros. Eso explica lo que ahora soy. El hogar en que nací era de condición humilde. No diré que pobre -sería exagerar-, pero mi padre, modesto empleado de oficina, ganaba apenas lo suficiente para la manutención de su familia. Hoy me pregunto cómo harían mis progenitores para comprar un libro cada mes. Entre los más apreciados por mi papá estaba uno de cacería en África: “Cien días de safari”, de Julio Estrada. Lo leí yo también, y supe entonces de países como Kenya, de ciudades como Nairobi, de tribus como los kikuyu. Me enteré ayer, apesarado, de que nuestro país es conocido en diversas naciones africanas por la presencia allá de cárteles mexicanos de la droga. La desastrosa política de “abrazos, no balazos” inventada por López Obrador contribuyó a la expansión de la delincuencia local hasta alcanzar un continente tan lejano como África. La peor desgracia que a nuestro país le pudo suceder fue la llegada de AMLO al Palacio Nacional. Los efectos de su malhadado sexenio durarán por décadas. La presencia del tabasqueño tras el trono es innegable. El ominoso riesgo de que se siga perpetuando en el poder a través de su hijo Andy o de cualquiera de sus incondicionales cortesanos es oscuro nubarrón que se cierne sobre el futuro de nuestros hijos y nietos, que vivirán en un México donde la democracia y la justicia son ya cosas del pasado. Ahora las libertades están amenazadas por la destrucción del orden jurídico y de los poderes e instituciones de la República. A la vista de tan sombrío panorama ganas me dan de recluirme en mis habitaciones a goza la deleitosa compañía de esos buenos amigos que los libros son. ¡Ah, si pudiera!... Jactancio Elátez, lo sabemos, es hombre vanidoso, narcisista, ególatra, pagado de sí mismo. Cuando llena una solicitud de empleo, en el renglón correspondiente a sexo pone: “Enorme”. Hace unos días fue a comprar zapatos. La empleada de la zapatería era una chica escultural, sobradamente dotada tanto en la parte norte como en la comarca sur. Le dijo a Jactancio: “Te invito a salir”.
Supuso el presuntuoso tipo que su guapeza y galanura habían enamorado a primera vista a la hermosa joven, tanto que la llevaron a hacerle una invitación que sólo podía explicarse a la luz de las conquistas femeninas, por las cuales la mujer tomaba iniciativas que antes correspondían sólo al hombre. Así pues, tras de que la bella chica le dijo aquello de: “Te invito a salir”, Jactancio le preguntó, anheloso: “¿Cuándo?”. “Ahora mismo -respondió ella-. Ya vamos a cerrar”. Dentro de una gran olla el infeliz explorador apresado por los antropófagos esperaba a ser cocido. Llegó el chef caníbal trayendo una buena carga de repollos, coliflores, cebollas, betabeles, jitomates, zanahorias, chayotes, etcétera, y le dijo al desdichado: “Voltéese por favor, sir Burton. La receta dice que las verduras no son para el caldo, sino para el relleno”. FIN.