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De política y cosas peores

ARMANDO CAMORRA

“El ciclón cedió en la Madre”. Así tituló traviesamente un periódico de mi ciudad la noticia de que un turbión huracanado se había disuelto al chocar contra la Sierra Madre Oriental, cadena montañosa que ciñe a Saltillo hacia el lado por donde el sol asoma sus majestuosas pompas. En estos días ha llovido mucho en mi solar nativo, como si todas las cataratas del cielo se hubiesen abatido sobre él. Varias colonias del norte de la población se inundaron hasta el punto en que el agua subió dentro de algunas casas a más de un metro y medio de altura, con las consiguientes grandes pérdidas para sus moradores. Un poste de la electricidad cayó en una vivienda que se incendió hasta los cimientos. Por fortuna no ha habido desgracias personales, pues el alcalde Javier Díaz ha dictado oportunas medidas para evitarlas. Su antecesor, el ingeniero José María Fraustro Siller, cuidó de que no se estorbara el paso del agua por los cauces que atraviesan la ciudad. Aun así en algunas partes las inundaciones son inevitables, y se producen calamidades como las que arriba mencioné. Inconvenientes son éstos que presenta la vida en las grandes metrópolis del mundo como Nueva York, París, Roma y Saltillo (se citan por orden alfabético, no de importancia). Decía un individuo dado a empinar el codo: “Si el agua destruye los caminos, qué no hará con los intestinos”. Otras cosas destruye el agua en la llamada mancha urbana (nunca tan bien aplicada la palabra “mancha”). Algunas calles de mi ciudad quedaron casi como las de Berlín en mayo del 45, llenas de baches iguales a los que abundan en la CDMX, aunque no tan hondos. Venturosamente Saltillo está fincado pendiente abajo. Así, el agua que viene se va, y sólo perjudica ahí donde por negligencia o ambición no se previó su paso. La municipalidad está acudiendo ya con eficacia a reparar los daños causados por los diluvios. Espero que la próxima turbonada siga la misma suerte de aquella que cedió en la Madre. Un individuo que bebía su copa en una mesa del conocido Bar Ahúnda advirtió la llamativa presencia de una dama cuyo escote más que pronunciado dejaba a la vista la doble gala de su opulento busto. Fue hacia ella y le ofreció sin más: “Le doy 500 pesos si me permite tocar sus pechos”. “¿Está usted loco? -se indignó la mujer-. ¡Lárguese, viejo cochino!”. La porcícola alusión no intimidó al sujeto, que elevó el monto de su salaz propuesta: “Entonces le doy 5 mil pesos”. Replicó la dama en perfecta sucesión de esdrújulas: “Quítese, váyase, déjeme, apártese”. Insistió el tipo: “Ansío ardientemente palpar sus bellos senos. Le ofrezco 50 mil pesos”. La expresión de enojo de la dueña de esos encantos se trocó por otra de ponderación. Preguntó, cautelosa: “¿Palparlos nada más?”. “Así es” -confirmó el hombre. Inquirió ella: “¿Y por afuera de la ropa?”. “Por afuera, está bien” -concedió el otro. “Acepto entonces -declaró la dama-. Vayamos a donde nadie nos vea”. Salieron del establecimiento y buscaron un rincón propicio a la celebración del antedicho pacto. Ahí el lúbrico individuo puso las manos sobre los ebúrneos atractivos de la mujer, y los acarició cumplidamente. “¡Dios mío!” -exclamó febricitante en medio de la deleitosa experiencia táctil. Siguió toqueteando en tanto que repetía una y otra vez: “¡Dios mío! ¡Dios mío!”. La dama no pudo menos que sentirse halagada por aquellas expresiones que denotaban insólito placer. Pasando del usted al tú le preguntó al sujeto: “¿Por qué dices: ‘¡Dios mío!’? ¿A tal extremo llegan tu gozo y tu emoción?”. “No -replicó el tipo-. ¡Dios mío! ¿De dónde voy a sacar los 50 mil pesos?”. FIN.

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