Don Cucoldo llegó a su casa en hora inusitada y encontró a su esposa sin ropas en la cama y en estado de singular agitación. Escuchó ruidos en el clóset; lo abrió y encontró ahí a un individuo igualmente en pelotier. Le hizo una pregunta por demás pendeja (espero que a la pregunta no le moleste el calificativo): “¿Qué hace usted ahí?”. Respondió el sujeto: “Soy inspector de termitas”. Rebufó don Cucoldo: “Inspector de termitas ¿y encuerado?”. Se vio el tipo y exclamó con simulado asombro: “¡Ah! ¡Trabajan rápido los animalillos!”. Entre las muchas cosas que México dio al mundo está el chocolate. Si tal dato se conociera quizá podría atemperarse un poco la mala fama que hoy por hoy tiene nuestro país en el concierto de las naciones civilizadas. (Quedan pocas, entre las cuales no se cuenta ahora Estados Unidos por causa del incivilizado Trump). Los pueblos prehispánicos usaban el cacao como moneda. Sabia costumbre era ésa, pues lo perecedero del grano obligaba a quien lo tenía a gastarlo, y así entre nuestros antepasados aborígenes no existía el sórdido pecado de avaricia. Sabrosísima bebida es el chocolate, confortante y nutritiva, según ayer leí en Reforma. De niño yo era flaquito y desmedrado. Nadie lo diría al ver mi contextura actual, de canónigo ventripotente.
Iba a confesarme con el buen padre Secondo, de la Compañía de Jesús, y tras oír mis pecadillos infantiles aquel bondadoso sacerdote me imponía como penitencia tomarme diariamente una taza de chocolate con dos piezas de pan de azúcar. Evoco en este punto unos versos alusivos: “Religioso chocolate, / que de rodillas se muele, / juntas las manos se bate / y viendo al cielo se bebe”. Uno de los primeros ejemplos de la liberación femenina en el mundo se dio en la capital de la Nueva España en tiempos de la mal llamada Colonia. La superiora de una orden conventual, preocupada porque a las religiosas el pueblo las llamaba “monjas chocolateras”, prohibió a sus hermanas beber chocolate. Se rebelaron ellas contra la orden, y amenazaron a la reverenda con abandonar el claustro. La atribulada sor se vio obligada a levantar el veto, y las monjitas volvieron a ser chocolateras. En mi tierra el chocolate se hace en leche, a diferencia de otras partes, en que se hace generalmente en agua, como Oaxaca, por ejemplo. Siempre que mi buena fortuna me lleva a esa hermosa ciudad, voy al antiguo convento de Santa Catalina de Siena, convertido ahora en hotel, y me tomo una muy buena taza de chocolate oaxaqueño. En Saltillo tenemos el riquísimo chocolate de la marca El Oso, que junto con el café del mismo nombre es una de las mejores tradiciones de la vasta comeduría y bebeduría saltillenses. Tampoco dejo nunca de visitar “El Moro”, en la calle que antes se llamaba de San Juan de Letrán, en la Ciudad de México. Ahí bebo una de las varias variedades de chocolate que ese emblemático establecimiento ofrece a su clientela: a la española, a la suiza, a la francesa, y desde luego a la mexicana. Le añado los insignes churros de esa casa, superados solamente por los que siempre disfruto como postre en el espléndido restorán “Los Arcos”, de Monterrey. Soy un gran comilón, he de confesarlo. Me esmeré en aprender a comer bien, pues sabía que la gula sería el último pecado de la carne que podría cometer. Entre las delicias que más gozo está una taza de chocolate El Oso acompañado por el inigualable pan de azúcar que elabora El Radio, la panadería de mayor tradición en mi ciudad. Tan sabrosos son ese chocolate y ese pan que degustarlos ayer por la mañana hizo que me olvidara de escribir hoy sobre política. FIN.