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De política y cosas peores

ARMANDO CAMORRA

Don Moneto, rico señor octogenario, casó con una hermosa mujer de 25. Un amigo le preguntó al provecto esposo: “¿Cómo hiciste para que te aceptara a tus 80 años?”. Explicó don Moneto: “Le dije que tengo 90”. Los dictadores han mostrado siempre una marcada proclividad a la grandilocuencia. Reconozco que la anterior frase es grandilocuente, sobre todo por el uso del término “proclividad”, pero eso no lo quita que sea cierta. En sus discursos Hitler hablaba de los mil años que duraría el Tercer Reich, y en los suyos Mussolini prometía dar a Italia la grandeza de la Roma de los césares. Las kilométricas peroratas de Castro eran igualmente altílocuas.

Lo mismo que sucede con los tiranos pasa con los tiranuelos, como lo muestran los casos de Chávez y Maduro. Excepción a esta última regla es López Obrador, cuya lentitud de palabra y pensamiento le vedan cualquier forma de magnilocuencia. Entre los grandes hacedores de frases que el mundo ha conocido está Napoleón Bonaparte. Se recuerdan sus sonorosos dichos: “La estatura de un hombre no se mide de la cabeza a los pies, sino de la cabeza al cielo”.

“Cada soldado lleva en su mochila el bastón de mariscal de campo”. “300 siglos os contemplan desde esas pirámides”. Desde luego había ocasiones en que el corso se quedaba sin palabras, como le aconteció la noche de sus bodas con Josefina. En el lecho nupcial se le puso encima a fin de consumar el matrimonio. El perrillo faldero de Chepina creyó que el hombre estaba atacando a su ama; se lanzó sobre él y le mordió una nalga al vencedor de Jena, Marengo y Austerlitz. No obstante ese pequeño contratiempo -el futuro emperador era de nalga chica- Napoleón siguió diciendo frases, entre ellas ésta: “Para ganar una batalla se necesitan tres cosas: dinero, dinero y dinero”. Lo mismo, pienso yo, se requiere para gobernar un país. Decía otro chaparro, éste el querido Ernesto Tijerina: “El dinero no compra la felicidad, sobre todo si es poco”. Indispensable es el dinero, sin embargo, para hacer un buen gobierno, pues sin él es imposible atender las necesidades de la población.

En el caso de México las arcas públicas se ven exhaustas. Quedaron agotadas y vacías tras las costosas dádivas con la cuales AMLO se allegó su clientela electoral, y por las igualmente caras y además inútiles obras que su caprichosa y prepotente voluntad llevó a cabo contra toda razón. Nuestro país está en bancarrota. La corrupción de Peña y la ineptitud de López lo llevaron a la quiebra. Tardaremos otros 300 siglos en salir de ella. Conocemos bien a don Chinguetas. Es un marido que se resiste a comportarse como tal. Afirma que el anillo de casado no debe apretar tanto que impida la circulación, y con ese pensamiento sigue en sus devaneos de soltero. Temprano la otra tarde fue con una damisela al Motel Kamawa, y ocupó con ella la habitación número 210. La mujer era lasciva, libidinosa, lúbrica, y en el curso de la pasión sensual le dio a don Chinguetas tales chupetones que le dejó visibles marcas en el cuello. De regreso a su casa el casquivano tipo se apuró. ¿Cómo le explicaría a su esposa esas señales? Al llegar vio a su hijo más pequeño, criatura de 3 años, que jugueteaba en el jardín. Una idea le iluminó el cerebro. Fue hacia el chiquillo y le dio una nalgada. El crío lanzó un fuerte grito lastimero. Acudió, presurosa, la mujer de don Chinguetas y le preguntó: “¿Por qué gritó el niño?”. “Le di una nalgada -respondió él fingiendo enojo-. Me agaché para abrazarlo, y mira las mordidas que me dio en el cuello”. “Hiciste bien en castigarlo -le dijo la señora-. Vieras a mí cómo me tiene los muslos y las bubis”. FIN.


               
               

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