“ Hice el amor con mi esposa antes de casarme con ella”. Esa íntima confidencia le hizo un tipo a su mejor amigo en el Bar Ahúnda. Replicó el otro: “Yo también. Pero no sabía que iba a ser tu esposa”.
Feo vocablo es la palabra “hipócrita”. Me hace recordar en forma positiva a dos personajes de mi pasado, tan presente: un padrote y un obispo. El primero trabajaba de día como mesero en un café de mi ciudad, Saltillo, al que solía ir yo con mis juveniles musas. (20 años debo haber tenido). Era él un hombre alto, delgado, bien parecido, de cabello peinado a lo Tarzán como era moda entre los de su profesión nocturna, la de chulo, cinturita o gigoló. Pepe lo llamaré. Llevaba buena amistad con él, pues lo trataba con sincero afecto y solía escucharlo. Me decía “licenciado”, aunque apenas cursaba el primer año de la carrera. En una ocasión llegó al café una antigua novia en el momento en que me hallaba yo con otra muy actual. De inmediato se dirigió a la radiola y puso la tremenda canción “Hipócrita”, obviamente dirigida a yours truly, que así llaman los americanos a su seguro servidor. Prontamente fue Pepe y apagó el aparato. Le dio a la rencorosa chica la peseta -25 centavos- que había echado a la radiola, y le dijo en tono que no admitía discusión: “Se descompuso”. Me salvó de oír aquel duro reproche musical. El otro personaje que la palabra “hipócrita” me hace evocar, aunque para bien, fue un obispo de cierta diócesis del noroeste. El periódico local había empezado a publicar mis artículos, y los cuentecillos que pongo en ellos para salvarme de la solemnidad del magister dixit les parecieron pecaminosos y vitandos a unas damas de la mejor sociedad. Acordaron redactar una carta y levantar firmas para exigirle al director del diario que sacara de sus páginas mis textos. Pensaron que si la primera firma era la del señor obispo sería más fácil conseguir las otras. Les dijo el dignatario: “Señoras: si firmara yo esa carta sería el mayor hipócrita del mundo, pues esa columna es lo primero que leo en la mañana”. De esto hace 40 años, y mi columna sigue apareciendo ahí. Por una información -confirmadadel periódico ABC tuve noticia de que la no primera dama del anterior sexenio pidió ser declarada ciudadana española. Fue ella quien motivada por una camarilla de historiadores oficialistas, alguno de ellos denunciado por acoso sexual y repudiado como embajador de una nación hermana, incitó a su marido, López Obrador, a enviarle al Rey de España aquella absurda demanda de que pidiera perdón por los hechos sucedidos en el curso de la Conquista, realizada por 300 españoles y 100 mil indígenas, y durante la mal llamada Colonia, pues España, a diferencia de otras potencias europeas como Holanda e Inglaterra, no estableció colonias: creó reinos. Fue la misma señora quien les cambió el nombre a calles tradicionales de la Ciudad de México para borrar toda huella de la presencia de España en México. ¡Y ahora pide la ciudadanía española! Esa acción es, por decir lo menos. Perdonen mis cuatro lectores: flaquea mi memoria. ¿Cuál fue la palabra que al principio de este texto califiqué de fea?... Susiflor, muchacha pizpireta, le contó a Rosibel, su compañera de cuarto: “Los besos que me da mi novio están por encima del promedio”.
Contestó Rosibel: “En cambio los que mi novio me da a mí están muy abajo”. En la noche de bodas el enamorado galán le dijo con tono extático a su dulcinea: “¡Qué hermosos tus cabellos! ¡Qué lindo tu rostro! ¡Qué bellos tu cuello y tus hombros! ¡Qué grácil tu cintura! ¡Qué pequeñitos tus pies!”. Acotó ella: “Te faltó mencionar lo mejor”. FIN.