De la violencia oral a la violencia física solamente hay un paso… y ese paso acaban de darlo otra vez en Colombia con el intento de asesinato del senador Miguel Uribe Turbay.
Una tragedia que nos recuerda una lección urgente para toda América Latina: Cuando los gobernantes siembran odio en lugar de concordia, están echando gasolina sobre una sociedad ya encendida. Se gobierna para todos, no para unos contra otros. Y desde el poder, las palabras no son inocentes: Pueden ser puente... o detonador.
Hace falta un poquito de historia para entender el peso de este ataque. Miguel Uribe Turbay es nieto del expresidente Julio César Turbay (1978-1982) e hijo de Diana?Turbay, una periodista célebre que fue secuestrada por Pablo?Escobar y el Cártel de Medellín.
El secuestro tenía un propósito: Presionar al gobierno de César Gaviria para frenar las extradiciones a Estados Unidos de los criminales que se conocían como "Los Extraditables". Escobar proclamaba: "Prefiero una tumba en Colombia que una celda en los EE.?UU." Durante el intento de rescate, Diana perdió la vida. Miguel tenía apenas 5 años cuando se quedó huérfano de madre.
Hoy, el senador fue blanco de un atentado… y tiene un hijo de la misma edad que tenía él cuando perdió a su madre. No es coincidencia: Es un símbolo brutal de cómo los fantasmas del pasado se niegan a morir, persiguiendo a Colombia, regresando en forma de bala.
Miguel estudió derecho, hizo una maestría en administración pública en EE.?UU., y subió en su carrera política desde concejal en Bogotá (que es parecido a un regidor en México) hasta Senador, con una elección contundente. Pero fue esa visibilidad la que lo convirtió en un objetivo. En un país ya fragilizado por la polarización, lo ocurrido no sorprende tanto. Porque cuando un ambiente se enciende, el fuego se propaga.
Este atentado ocurre en un contexto político marcado por discursos hostiles. El presidente Gustavo?Petro ha tenido en los últimos meses un lenguaje agresivo hacia su oposición, señalando sin tapujos que ciertos periodistas o funcionarios le "resultan incómodos", por decir lo menos. En un escenario así, esas palabras tienen el poder de encender sentimientos que luego se convierten en actos de violencia.
¿No es acaso irresponsable -o algo peor- que un mandatario hable de otro como si fuera un enemigo al que se puede eliminar, verbalmente o de forma literal?
Cuando un gobernante dice "qué incómodo me está resultando este periodista", ¿no está lanzando una advertencia que puede interpretarse como una instrucción? ¿No es ese tipo de discurso una invitación a normalizar la violencia como respuesta a la crítica?
Colombia, nuestro país hermano, enfrenta los mismos demonios: Narcotráfico, pobreza, desigualdad. No está sola en esa realidad, pero cada vez que permite que el odio se imponga en el discurso público, se arriesga a que la ira se convierta en violencia real, en bala, en muerte.
Por eso es urgente que quienes ostentan el poder hablen con responsabilidad y prudencia. La palabra es de plata, pero el silencio es de oro. Si no tienes algo inteligente que decir, lo inteligente es callar. Cuando el poder guarda silencio -o elige usarlo para unir en lugar de dividir- la sociedad encuentra un respiro para sanar, para pensar, para construir, en lugar de destruir.
Nadie debería explicarles a sus hijos que su papá pudo haber muerto por hablar, por pensar distinto. Lo ocurrido con Miguel Uribe Turbay es un espejo: Nos recuerda lo débiles que somos como sociedad cuando dejamos que el rencor decida quién merece vivir o morir.
Es hora de levantar la voz por la prudencia y el respeto. De exigir discursos que unan, ideas que sumen y palabras que curen, no que hieran. Porque el poder conlleva una responsabilidad: la de no convertir la tribuna en un infierno. No basta con condenar el atentado, hay que frenar el lenguaje que lo alimenta. Y empezar por reconocer que, una vez más, de la violencia oral a la violencia física solamente hay un paso. Que nadie más cruce esa línea.
No es que debemos de quedarnos callados por evitar polemizar, no, hay que ser duro con las ideas, pero suave con las personas. Necesitamos una sociedad que cuestione, que discuta, que critique, que rete a los gobernantes a hacer mejor las cosas, pero nunca con el ánimo de generar enemigos ni odio, repito, duro con las ideas, pero responsable con las personas.